martes, 24 de marzo de 2015

San Pío X: la Reforma de la Iglesia y el antídoto antimodernista






Decíamos en las entradas anteriores que los últimos Papas Santos (anteriores al siglo XX): San Pío V (1566-1572) y San Pío X (1903-1914), se nos presentaban unidos, a pesar de los 400 años de distancia entre uno y otro, por la defensa y el sostén de la tradición. El primero, porque fue el Pontífice de la Contrarreforma, de la defensa de la Fe contra protestantes y musulmanes. El segundo, porque en el confuso mundo que se preparaba para la Guerra Mundial, fue el abanderado de la lucha contra el Modernismo, la moderna herejía que como una peste se encontraba incubada “en las venas mismas de la Iglesia”, al decir del Santo Padre.

San Pío X y la reforma de la Iglesia

El derecho de veto o exclusiva, que se arrogaban algunos monarcas católicos, fue abolido ex­presamente por Pío X en el motu proprio Arduum sane munus, que lo prohibió con amenaza de graves penas canó­nicas. Esta prohibición fue luego ratificada por la constitución Vacante Sede Apostólica, que reguló en su con­junto la elección pontificia. La finalidad de esta decisión era evitar las injerencias del poder político sobre la Iglesia. Pero además de esto que se refiere al fuero externo, el motu proprio tiene una importante consecuencia hacia el fuero interno. También prohíbe la realización de pactos previos entre los cardenales que a veces obligaban al elegido a tomar medidas para el efectivo bien de la Iglesia, pero que en otros casos respondían, por el contrario, a intereses personales o de grupo. Esa fue la razón por la que el Papa decidió que debían ser formalmente prohibidos. La prohibición entró en vigor con las reglas para los cónclaves promulgadas por San Pío X, en la Constitución apostólica Vacante Sede Apostolica, de 1904, que decía lo siguiente: “Igualmente prohibimos que los cardenales, antes que procedan a la elección, estipulen capitulaciones o establezcan realmente algo por consenso común, comprometiéndose a cumplirlo realmente si son elevados al pontificado. Tales cosas, si sucedieran ‘de facto’, inclusive con un juramento anexo, las declaramos nulas e írritas”[1].
En lo que se refiere a la vida interna de la Iglesia, el pontificado de San Pío X estuvo marcado, en el orden disciplinar, por dos acontecimientos de notable entidad. El primero consistió en la reforma de la Curia romana, que en sus líneas fundamentales había quedado anclada en el organigrama diseñado por Sixto V en el año 1588. La constitución Sapienti Consilio (29-VI-1908) estableció una nueva estructura en la que se revisaba totalmente la organización de los oficios, congregaciones y tribunales, que fueron actualizados y cuyas competencias fueron nuevamente definidas. Otro hecho importante fue la de­cisión tomada por Pío X pocos meses después de su elec­ción papal de proceder a una nueva y completa sistema­tización del Derecho de la Iglesia, creando con ese fin una comisión especial, de la que fue figura sobresaliente Pedro Gasparri, más tarde cardenal y secretario de Estado. El fruto de esos trabajos fue la elaboración del Código de Derecho Canónico, que terminó Benedicto XV y fue promulgado en 1917.
Sin embargo la acción fundamental de San Pío X fue defender a la Iglesia de la herejía modernista.

El modernismo

Para hacer honor a San Pío X  y más que hablar de su vida, es importante recordar lo que éste significó para la Iglesia, o más bien, lo que fue su preocupación y lucha constante: el combate contra el modernismo (que después adoptó el nombre de progresismo)[2].
Pero para ello, interesa conocer qué era el Modernismo y de qué manera fue inficionándose dentro de la Iglesia. Escribe el P. Alfredo Sáenz[3] que el modernismo fue un fenó­meno sumamente complejo, donde todo fue puesto en cuestión: el problema religioso, la constitución de la Iglesia, la relación de la fe con la historia, la fijeza de los dogmas, etc. Todo ello sobre el pre­supuesto de que el pensamiento católico se había vuelto anacrónico, estaba superado. Según este pensamiento la Iglesia no había sido instituida por Cristo sino que habría brotado de la necesidad inmanente que sentían los fieles de comunicarse unos a otros sus vivencias religiosas. Por lo mismo, la autoridad eclesiástica no se fundaba en Cristo y en los Apóstoles sino que nacía del pueblo y, por lo tanto, debía ser democrá­tica. Además se imponía la separación entre la Iglesia y el Estado, y, en cierto modo la Iglesia debía estar sujeta al Estado. “La idea medular y quintaesenciada de la ideología modernista –concluye el P. Sáenz– era la ley de la evolución; todo evoluciona y cambia, la fe, el dogma, la moral, el culto, la Iglesia”.
¿Pero cuáles eran las raíces del movimiento modernista? Se reconocen tres raíces principales.
·         Una raíz filosófica: el agnosticismo, principalmente bajo el influjo de Kant, el cual afirmaba, entre otras cosas, que el entendimiento no podía aprehender con certeza nada que estuviese en el ámbito de las cosas sobrenaturales.
·         Una raíz psicológica y religiosa, bajo la influencia de Schleiermacher, según el cual la religión consistía únicamente en la vida interior de cada quien.
·         Finalmente una raíz histórica, el evolucionismo, basado en el relativismo histórico, para el que nada está acabado, todo se encuentra en devenir, dogmas incluidos.
En el fondo se trataba, afirma el P. Alfredo Sáenz de un intento inmenso por lograr que la Iglesia diese un golpe de timón que la volviera acorde al “mundo moderno”. En definitiva lo que buscaba el modernismo era una alianza entre el cristianismo y el espíritu de la modernidad.
Pero fue justamente el modernismo el que al pretender exaltar al hombre acabó por degradarlo. Al querer poner la fe de acuerdo con el “pensamiento moderno”, radicalmente prometeico, acabó por renunciar a la fe. Los modernistas se sentían como los pioneros que necesitaba la Iglesia, “los forjadores de una nueva era cristiana, los únicos que, apartándose de una masa todavía incapaz de entenderlos, arrojaban en el surco de la historia las semillas del porvenir”[4].
Así lo confiesa Alfred Loisy, uno de los principales representantes del modernismo. A su juicio todos los grupos modernistas coincidían en, “la necesidad de una reforma de la enseñanza católica”, una reforma, una nueva apologética adecuada a la modernidad. Por eso, “lejos de romper con el catolicismo, hacían profesión de hijos cabales de la Iglesia, los más sagaces, los que la tenían clara”[5].
Otro ejemplo de este pensamiento que procuraba adaptar la Iglesia a la modernidad está en dos grandes reuniones de 600 a 800 sacerdotes provenientes de toda Francia, en su mayoría del clero diocesano. Un cronista contaba el espíritu que había visto en ambas asambleas: “Todos piensan que hay que ser de su tiempo, amar a su tiempo, hablar el lenguaje de su tiempo, responder a sus aspiraciones, adaptar la acción a las necesidades nuevas, vivir la vida de sus contemporáneos”.
La complejidad de la herejía modernista es que en lugar de la verdad objetiva, garantizada por la razón y la fe, “todo es reducido al subjetivismo emocional, lo que entraña el evolucionismo indefinido de las fórmulas y de las ideas. Si las otras herejías interesaron tal o cual artículo del credo católico, el modernismo afecta al conjunto de la teología fundamental”[6].


San Pío X y la herejía modernista

San Pío X combatió el modernismo. Como dijera el Papa Pío XII , el 29 de mayo de 1954, hace 60 años, al celebrar la canonización de San Pío X en un discurso intenso y firme, que siguió a la ceremonia de canonización: Cualquier teoría, como el Modernismo, que separa la fe y la ciencia, en su fuente y en su objeto, oponiéndose una a la otra, produce en estas dos áreas vitales de un cisma, que es tan perniciosa “que un poco es más que la muerte”. (…) Con mirada vigilante Pío X observó la llegada de esta calamidad espiritual del mundo moderno, esta amarga desilusión que afectaba sobre todo a las clases cultas. Se dio cuenta de cómo una fe tan evidente, es decir, una fe no fundada sobre la revelación de Dios, sino que estén arraigadas en un terreno puramente humano, atraería a muchos al ateísmo. Así mismo, reconoció el destino fatal de una ciencia, que contrario a la naturaleza y en la limitación voluntaria, interceptó el camino a la verdad absoluta y el Bien, dejando al hombre, privado de Dios y se enfrentan a la oscuridad invisible en la que se encuentra en todo ser vestirte, sólo la actitud de la angustia o la arrogancia”[7].
            El Papa Pío XII señalaba en dicho discurso tres puntos fundamentales, distintivos y característicos del papado de San Pío X:
  1. El programa de su pontificado anunciado en su primera encíclica (E Supremi de 04 de octubre 1903) declaró como su único objetivo el de “restablecer todas las cosas en Cristo” (Efesios 1:10).
  2. Pío X se revela como el campeón indomable de la Iglesia y del Santo providencial de nuestros tiempos, la lucha de un gigante en defensa de un tesoro inestimable: la unidad interna de la Iglesia en su fundamento más profundo, la fe.
  3. Finalmente, señala Pío XII que antes de aplicar a los demás, se puso en práctica en su propia vida a su programa de unificación de todas las cosas en Cristo, como sacerdote, como obispo, como Sumo Pontífice. Un sacerdocio centrado en el misterio eucarístico. “En la profunda visión que él tenía de la Iglesia como una sociedad, Pío X reconoció que era la Sagrada Eucaristía que tenía el poder de alimentar sustancialmente su vida íntima, y para elevarla por encima de todas las demás sociedades humanas. (…) ¡Qué ejemplo tan providencial para el mundo de hoy, donde la sociedad terrena está volviendo más y más un misterio para sí misma, y trata febrilmente de redescubrir su alma! Que se vea, entonces, como modelo la Iglesia reunida alrededor de sus altares. Allí, en el sacramento de la Eucaristía la humanidad realmente descubre y reconoce que su pasado, presente y futuro son una unidad en Cristo”.
Restaurar todo en Cristo, recobrar la unidad eclesial fundada en la fe, y centrada en el misterio eucarístico. He ahí, según Pío XII, las tres claves del papado de San Pío X.
Los principales documentos para realizar este programa fueron el decreto, Lamentabili Sane Exitu (1907), en el que se refirió a que “el hecho de que muchos autores católicos vayan también más allá de los límites marcados por los Padres y la propia Iglesia es extremadamente lamentable”. La encíclica Pascendi, también de 1907, donde declaraba que el modernismo era algo más que una herejía, era la síntesis de todas las herejías, porque en vez de proclamar un error, abría paso a todos ellos. En 1910 promulgó el motu proprio Sacrorum Antistitum, conocido como «Juramento antimodernista», que debía ser pronunciado por cualquiera que quisiera conservar o acceder a un oficio eclesiástico, incluida la docencia en teología.
Pío X se preocupó de manera especial por la propaganda que el modernismo hacía en las filas de los que se formaban en los seminarios. En su encíclica Pieni 1’animo, del 28 de julio de 1906, dice: “Y lo que es muy grave y propio para ganar nuevas adhesiones al naciente grupo de rebeldes es que, para tales doctrinas se hace una propaganda más o menos oculta entre los jóvenes que se preparan para el sacerdocio a la sombra de los seminarios”. Por ello pondrá especial cuidado en la formación de los futuros sacerdotes.
En la Pascendi[8], San Pío X señala que el modernismo tiene tres causas morales y dos intelectuales o espirituales:
Causas morales
1.      La soberbia
2.      La curiosidad
3.      El orgullo
Causas intelectuales
1.      La ignorancia negligente
2.      Aversión a Santo Tomás, a la Tradición y al Magisterio

De la detección de estas causas se derivarán los remedios que deben proporcionarse.


La herejía modernista después de San Pío X

Como explica el P. Alfredo Sáenz para algunos autores, tras las medidas toma­das por San Pío X, el modernismo pasó a ser un capítulo de los libros de historia. El encanto que la herejía había suscitado en su primera época ya no se experimentaba, mientras que sus peligros y desviaciones eran ampliamente conocidos. Por lo demás, la Primera Guerra Mundial cambió el foco de las preocupaciones. De ahí que no pocos creyeron poder sostener, sin temor a equivocarse, que el modernismo era un fenómeno superado, no subsistiendo de él sino el recuerdo de una crisis doctrinal ya conjurada. Sólo la existencia de los documentos eclesiásticos a que dio lugar, recorda­ban aquella crisis.
Pero muchos otros pensaron de diversa manera, Pío X incluido, quien en modo alguno consideró que el modernismo había quedado archivado. Todo lo contrario. En la alocución que el 27 de mayo de 1914, pocos meses antes de su muerte, dirigió a los nuevos cardenales, observó que con­tinuaban propagándose “las ideas de conciliación de la fe con el espíritu moderno”; a este propósito deploró “el naufragio” de la nave de la Iglesia, que afectó a numerosos “navegantes”, dijo, así como a muchos “pilotos”, e incluso a muchos “capitanes”. ¿Es preciso traducir estas metáforas?, se pregunta Jean Madiran.
Como ha explicado Roberto De Mattei frente a la condena de la encíclica Pascendi, así como de la carta apostólica Notre charge apostolique, y de otros documentos, la reacción de los modernistas fue análoga a la que tuvieron los jansenistas al día siguiente de la bula Unigenitus, de 1713, donde se condenaban las proposiciones de Jansenio. En aquel momento, aquellos herejes negaron reconocerse en las propo­siciones censuradas. Algo semejante aconteció en este caso, cada modernista afirmó que el modernismo, tal como era reprobado en la encíclica, no los afectaba. “Un testigo de los hechos, Albert Houtin, preveía que a pesar de las censuras pontificias, los modernistas no saldrían de la Iglesia, ni siquiera en el caso de que hubiesen perdido la fe, sino que permanece­rían adentro lo más posible para seguir desde allí propagando sus ideas. Tal debía ser la actitud del verdadero modernista, según lo señalamos en su momento, y ellos mismos lo reconocieron. “Hasta hoy –explicaba el padre Buonaiuti– se ha querido reformar a Roma sin Roma o contra Roma. Hay que reformar a Roma con Roma, hacer que esa reforma pase a través de las manos de aquellos que deben ser reformados”. El modernismo se seguía proponiendo, en esta nueva perspectiva, transformar el catolicismo desde dentro, desde “la venas de la Iglesia”, como había dicho Pío X, aunque tuviesen que dejar intacto, en los límites de lo posible, el envoltorio que se les imponía”[9].
El sacerdote jesuita Malachi Martin en una novela relata un episodio que si bien literario, da cuenta de la continuidad del pensamiento modernista:
“Paul  ingresó en el Seminario Menor de la diócesis de Nueva Orleans en 1972. Durante el primer semestre, él y sus condiscípulos recibieron la orden oficial de abandonar la sotana y vestir ropa normal de calle. En su programa de estudios, el dominio del latín ya no era obligatorio. La mayoría de sus profesores los invitaban a pensar libremente, sobre lo que antes eran doctrinas sacrosantas y enseñanzas fundamentales acerca de la existencia de Dios, la divinidad de Jesucristo, la verdadera presencia de Jesucristo en el santo sacramento, la autoridad del papa o la gama completa de creencias y leyes católicas.
Durante las horas de ocio, se alentaba a los seminaristas a que alternaran con mujeres para incrementar su experiencia. Al mismo tiempo, a muchos les resultaba fácil establecer relaciones homosexuales en su propio círculo, ya que se los aconsejaba que una actitud positiva hacia la homosexualidad los convertiría en «pastoralmente sensibles».
En la transformación de la vieja iglesia en «casa de vientos ecuménicos», Paul comprobó que en el seminario todos sus valores familiares se perdían en el olvido. Ya no se les exigía a los seminaristas asistir a las plegarias matutinas ni a la misa cotidiana. Pero incluso los que como Paul habían decidido seguir haciéndolo, se encontraron con un cambio: el hermoso altar de la capilla del seminario había sido sustituido por una mesa común de madera. Las imágenes de los santos, las estaciones de la cruz, los bancos reclinatorios, los mosaicos, e incluso el tabernáculo, la barandilla eucarística y los crucifijos, brillaban por su ausencia. En los confesionarios que no habían sido retirados, era más probable encontrar artículos de limpieza que a un sacerdote.
Un cura de vaqueros y camiseta, a lo sumo con  una estola o un velo sobre los hombros, daba la bienvenida a los seminaristas y al público en general a las nuevas ceremonias con un alegre: «¡Buenos días a todos!» Se enseñaba a los seminaristas a dar ejemplo como hombres libres e hijos de Dios. Podían sentarse o levantarse a su antojo, pero no arrodillarse. En la liturgia, actuaban bailarinas profesionales, acompañamiento de guitarras, banjos, guitarras hawaianas, panderetas y castañuelas.
A lo largo de los meses, Paul vio cómo las reuniones litúrgicas se convertían en algo parecido a las «fiestas tribales» de ciertas tribus del Pacífico noroccidental. En dichas reuniones se admitía cualquier cosa de otras religiones en igualdad de condiciones.
Los seminaristas como Paul eran sometidos a una mescolanza espiritual que unía las meditaciones budistas, el dualismo taoísta, las plegarias sufíes y el psicoanálisis freudiano.
Paul Gladstone interpretó todo aquello como contradictorio, hipócrita y, a fin de cuentas, destructivo para la verdadera fe católica. A su parecer, la mayoría de los católicos lo aceptaban en un intento de democratización global de la religión católica; era necesario “adaptarse a los tiempos”.
Si no había “pueblo de Dios”, el sacerdote no podía celebrar válidamente la “Acción de gracias” en “la mesa del cenáculo”.
La Iglesia era llamada ahora “iglesia conciliar”, es decir, “posconciliar” y era necesario entender que todo había cambiado. Paul, incapaz de seguir soportando el ambiente caótico y chabacano de lo que antes había sido un seminario disciplinado, un buen día por la mañana le comunicó al rector que se iba:
-No estoy recibiendo nada parecido a una formación sacerdotal para ofrecer el Santo Sacrificio y perdonar los pecados -dijo Paul, que tenía fuego en la mirada-. Si permanezco aquí, acabaré como un espeluznante distribuidor de artilugios inútiles o, en el mejor de los casos, en un asistente social que no puede casarse, por el momento.
Atónito y casi sin habla ante tal rebelión sin precedentes, el rector logró pronunciar algunas palabras convencionales en defensa de los mandatos del Concilio y hacer una apelación a la obediencia.
- No sé cómo ser sacerdote -replicó Paul con una frialdad que congeló el ambiente en la sala-, ni siquiera sé lo que significa ser sacerdote en una iglesia donde el centro de atención no es más que una estúpida actitud de un hombre, vacía de contenidos. Sí; ya lo sé, he oído un montón de veces que esta “Nueva Iglesia” de ustedes presentará una cara más humana al mundo, menos rígida, más acogedora y que vendrá una primavera para todos... Pero permítame que le diga que no estoy dispuesto a predicar al “la comunidad eclesial” que cuando se junta se “convierte en Iglesia” y en la misma «forma de Jesucristo». No llego siquiera a comprender esa jerga carente de significado.
Estupefacto ante una violación tan flagrante de la disciplina, el rector intentó darle a Gladstone una dosis de su propia medicina.
Con su descabellado e inoportuno arrebato, le advirtió el rector, Paul ponía en peligro su carrera sacerdotal.
-¿No me he explicado con claridad, padre rector? -dijo Paul, de camino ya hacia la puerta-. Prefiero ser un católico seglar que coopera con la Iglesia, a una marioneta en esta pocilga irreligiosa de mal gusto”[10].


Pío X, Papa Santo

Pidamos finalmente a este gran Pontífice la gracia de, como decía Manrique, “avivar el seso y despertar”. Que nos de la claridad que él tuvo de procurar siempre instaurar todo en Cristo, mantener la unidad eclesial fundada en la fe, y centrar nuestra vida cristiana en el misterio del Santo Sacrificio de la Eucaristía. Que nos de la gracia de poder pertenecer siempre fieles al Papa que ha de reinar y no defeccionará en la Fe y en las costumbres, a la Iglesia que será una pequeña grey y que, según la promesa de Cristo, conservará la Fe a pesar de que en el mundo sea muy poca al momento de la segunda venida de Nuestro Señor.
¡Que el Señor nos encuentre unidos en la fe verdadera!     




[1] Sandro Magister, Diario Vaticano / "Sigo lo que los cardenales han pedido"; Los vínculos del pre-cónclave con el gobierno el gobierno de Francisco. Los acuerdos ligados a la elección de un Papa son ilícitos e inválidos, pero en la práctica se está muy cerca de ellos. Allí Magister explica la prohibición de San Pío X y como San Juan Pablo II mantuvo esta prohibición (Constitución Universi Domine Gregis, de 22-1-1996). “Igualmente, prohíbo a los cardenales hacer capitulaciones antes de la elección, o sea, tomar compromisos de común acuerdo, obligándose a llevarlos a cabo en el caso de que uno de ellos sea elevado al Pontificado. Estas promesas, aun cuando fueran hechas bajo juramento, las declaro también nulas e inválidas". Por ello es necesario conocer la historia de la Iglesia, ya que, a veces, los medios pueden presentar como un gesto democrático: seguir un mandato de los electores, cuando en realidad esto está prohibido y por razones de peso. Ver http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1350839?sp=y
[2] El modernismo es, en boca de Fabro, la “orientación heterodoxa delineada entre los estudiosos católicos a fines de siglo pasado y en los primeros años del presente, que se proponía renovar e interpretar la doctrina cristiana en armonía con el pensamiento moderno (Cornelio Fabro, “modernismo” en Enciclopedia Católica, vol VIII, Sansón, Firenze 1952, coll. 1188-1196). Y en otro lado: “el peligro del modernismo nunca ha sido completamente descubierto, pues está inscripto en la razón humana, corrompida por el pecado, la tendencia a erigirse como el criterio absoluto de verdad y someter a la fe” (ivi, col 1196).
[3]Sáenz, Alfredo s.j. El Modernismo; crisis en las venas de la Iglesia. Buenos Aires, Gladius, 2011, p. 98 ss.
[4] Ibídem, p. 103-104.
[5] Ibídem, p. 104.
[6] Ibídem, p. 110.
[7] Discursos y Mensajes de radio de Su Santidad Pío XII , XVI, el año decimosexto de mi Pontificado 2 de marzo de 1954 - 01 de marzo 1955, p. 31-37, en: www.vatican.va
[8] Pascendi, n. 41-42.
[9] Alfredo Sáenz, Op. Cit. p. 306-307.
[10] Fragmento del libro The Windswept House (traducido como “El último Papa”) del jesuita Malachi Martin; íntimo colaborador de San Juan XXIII y del cardenal Bea (desde 1958 a 1964), y exorcista en Roma y New York.

1 comentario:

  1. Basta ver lo que nos dice el Magisterio de la Iglesia: denzingerbergoglio.com

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