Decíamos en las entradas
anteriores que los últimos Papas Santos (anteriores al siglo XX): San Pío V
(1566-1572) y San Pío X (1903-1914), se nos presentaban unidos, a pesar de los
400 años de distancia entre uno y otro, por la defensa y el sostén de la
tradición. El primero, porque fue el Pontífice de la Contrarreforma, de la
defensa de la Fe contra protestantes y musulmanes. El segundo, porque en el
confuso mundo que se preparaba para la Guerra Mundial, fue el abanderado de la lucha contra el Modernismo, la moderna
herejía que como una peste se encontraba incubada “en las venas mismas de la
Iglesia”, al decir del Santo Padre.
San Pío X y la reforma de la Iglesia
El derecho de
veto o exclusiva, que se arrogaban algunos monarcas católicos, fue abolido expresamente
por Pío X en el motu proprio Arduum sane munus,
que lo prohibió con amenaza de graves penas canónicas. Esta prohibición fue
luego ratificada por la constitución Vacante
Sede Apostólica, que reguló en su conjunto la elección pontificia. La
finalidad de esta decisión era evitar las injerencias del poder político sobre
la Iglesia. Pero además de esto que se refiere al fuero externo, el motu proprio tiene una importante
consecuencia hacia el fuero interno. También prohíbe la realización de pactos previos entre los cardenales
que a veces obligaban al elegido a tomar medidas para el efectivo bien de la
Iglesia, pero que en otros casos respondían, por el contrario, a intereses
personales o de grupo. Esa fue la razón por la que el Papa decidió que debían
ser formalmente prohibidos. La prohibición entró en vigor con las reglas para
los cónclaves promulgadas por San Pío X, en la Constitución apostólica Vacante Sede Apostolica, de 1904, que
decía lo siguiente: “Igualmente prohibimos que los cardenales, antes que
procedan a la elección, estipulen capitulaciones o establezcan realmente algo
por consenso común, comprometiéndose a cumplirlo realmente si son elevados al
pontificado. Tales cosas, si sucedieran ‘de facto’, inclusive con un juramento
anexo, las declaramos nulas e írritas”[1].
En lo que se refiere a la vida
interna de la Iglesia, el pontificado de San Pío X estuvo marcado, en el orden
disciplinar, por dos acontecimientos de notable entidad. El primero consistió
en la reforma de la Curia romana, que en sus líneas fundamentales había quedado
anclada en el organigrama diseñado por Sixto V en el año 1588. La constitución Sapienti Consilio (29-VI-1908)
estableció una nueva estructura en la que se revisaba totalmente la organización
de los oficios, congregaciones y tribunales, que fueron actualizados y cuyas
competencias fueron nuevamente definidas. Otro hecho importante fue la decisión
tomada por Pío X pocos meses después de su elección papal de proceder a una
nueva y completa sistematización del Derecho de la Iglesia, creando con ese
fin una comisión especial, de la que fue figura sobresaliente Pedro Gasparri,
más tarde cardenal y secretario de Estado. El fruto de esos trabajos fue la
elaboración del Código de Derecho Canónico, que terminó Benedicto XV y fue
promulgado en 1917.
Sin embargo la acción fundamental
de San Pío X fue defender a la Iglesia de la herejía modernista.
El modernismo
Para hacer honor a San Pío X y más que hablar de su vida, es importante
recordar lo que éste significó para la Iglesia, o más bien, lo que fue su
preocupación y lucha constante: el combate contra el modernismo (que después
adoptó el nombre de progresismo)[2].
Pero para ello, interesa conocer
qué era el Modernismo y de qué manera fue inficionándose dentro de la Iglesia.
Escribe el P. Alfredo Sáenz[3] que el
modernismo fue un fenómeno sumamente complejo, donde todo fue puesto en
cuestión: el problema religioso, la constitución de la Iglesia, la relación de
la fe con la historia, la fijeza de los dogmas, etc. Todo ello sobre el presupuesto de que el pensamiento católico se había
vuelto anacrónico, estaba superado. Según este pensamiento la Iglesia no
había sido instituida por Cristo sino que habría brotado de la necesidad
inmanente que sentían los fieles de comunicarse unos a otros sus vivencias
religiosas. Por lo mismo, la autoridad eclesiástica no se fundaba en Cristo y
en los Apóstoles sino que nacía del pueblo y, por lo tanto, debía ser democrática.
Además se imponía la separación entre la Iglesia y el Estado, y, en cierto modo
la Iglesia debía estar sujeta al Estado. “La idea medular y quintaesenciada de la
ideología modernista –concluye el P. Sáenz– era la ley de la evolución; todo
evoluciona y cambia, la fe, el dogma, la moral, el culto, la Iglesia”.
¿Pero cuáles eran las raíces del movimiento modernista?
Se reconocen tres raíces principales.
·
Una raíz
filosófica: el agnosticismo, principalmente bajo el influjo de Kant, el cual
afirmaba, entre otras cosas, que el entendimiento no podía aprehender con
certeza nada que estuviese en el ámbito de las cosas sobrenaturales.
·
Una raíz
psicológica y religiosa, bajo la influencia de Schleiermacher, según el cual la
religión consistía únicamente en la vida interior de cada quien.
·
Finalmente
una raíz histórica, el evolucionismo, basado en el relativismo histórico, para
el que nada está acabado, todo se encuentra en devenir, dogmas incluidos.
En el fondo se trataba, afirma el P. Alfredo Sáenz de
un intento inmenso por lograr que la Iglesia diese un golpe de timón que la
volviera acorde al “mundo moderno”. En definitiva lo que buscaba el modernismo
era una alianza entre el cristianismo y el espíritu de la modernidad.
Pero fue justamente el modernismo el que al pretender
exaltar al hombre acabó por degradarlo. Al querer poner la fe de acuerdo con el
“pensamiento moderno”, radicalmente prometeico, acabó por renunciar a la fe. Los
modernistas se sentían como los pioneros que necesitaba la Iglesia, “los
forjadores de una nueva era cristiana, los únicos que, apartándose de una masa
todavía incapaz de entenderlos, arrojaban en el surco de la historia las
semillas del porvenir”[4].
Así lo confiesa Alfred Loisy, uno de los principales
representantes del modernismo. A su juicio todos los grupos modernistas
coincidían en, “la necesidad de una reforma de la enseñanza católica”, una
reforma, una nueva apologética adecuada a la modernidad. Por eso, “lejos
de romper con el catolicismo, hacían profesión de hijos cabales de la Iglesia,
los más sagaces, los que la tenían clara”[5].
Otro ejemplo de este pensamiento que procuraba adaptar
la Iglesia a la modernidad está en dos grandes reuniones de 600 a 800
sacerdotes provenientes de toda Francia, en su mayoría del clero diocesano. Un
cronista contaba el espíritu que había visto en ambas asambleas: “Todos piensan
que hay que ser de su tiempo, amar a su tiempo, hablar el lenguaje de su
tiempo, responder a sus aspiraciones, adaptar la acción a las necesidades
nuevas, vivir la vida de sus contemporáneos”.
La complejidad de la herejía modernista es que en
lugar de la verdad objetiva, garantizada por la razón y la fe, “todo es
reducido al subjetivismo emocional, lo que entraña el evolucionismo indefinido
de las fórmulas y de las ideas. Si las otras herejías interesaron tal o cual
artículo del credo católico, el modernismo afecta al conjunto de la teología
fundamental”[6].
San Pío X y la herejía modernista
San Pío X combatió el modernismo. Como dijera el Papa
Pío XII , el 29 de mayo de 1954, hace 60 años, al celebrar la canonización de San
Pío X en un discurso intenso y firme, que siguió a la ceremonia de
canonización: “Cualquier teoría, como el Modernismo, que separa la fe y la ciencia, en su
fuente y en su objeto, oponiéndose una a la otra, produce en estas dos áreas
vitales de un cisma, que es tan perniciosa “que un poco es más que la muerte”.
(…) Con mirada vigilante Pío X observó la llegada de esta calamidad espiritual
del mundo moderno, esta amarga desilusión que afectaba sobre todo a las clases
cultas. Se dio cuenta de cómo una fe tan evidente, es decir, una fe no fundada
sobre la revelación de Dios, sino que estén arraigadas en un terreno puramente
humano, atraería a muchos al ateísmo. Así mismo, reconoció el destino fatal de
una ciencia, que contrario a la naturaleza y en la limitación voluntaria,
interceptó el camino a la verdad absoluta y el Bien, dejando al hombre, privado
de Dios y se enfrentan a la oscuridad invisible en la que se encuentra en todo
ser vestirte, sólo la actitud de la angustia o la arrogancia”[7].
El
Papa Pío XII señalaba en dicho discurso tres puntos fundamentales, distintivos
y característicos del papado de San Pío X:
- El programa de su pontificado anunciado en su primera encíclica (E Supremi de 04 de octubre 1903) declaró como su único objetivo el de “restablecer todas las cosas en Cristo” (Efesios 1:10).
- Pío X se revela como el campeón indomable de la Iglesia y del Santo providencial de nuestros tiempos, la lucha de un gigante en defensa de un tesoro inestimable: la unidad interna de la Iglesia en su fundamento más profundo, la fe.
- Finalmente, señala Pío XII que antes de aplicar a los demás, se puso en práctica en su propia vida a su programa de unificación de todas las cosas en Cristo, como sacerdote, como obispo, como Sumo Pontífice. Un sacerdocio centrado en el misterio eucarístico. “En la profunda visión que él tenía de la Iglesia como una sociedad, Pío X reconoció que era la Sagrada Eucaristía que tenía el poder de alimentar sustancialmente su vida íntima, y para elevarla por encima de todas las demás sociedades humanas. (…) ¡Qué ejemplo tan providencial para el mundo de hoy, donde la sociedad terrena está volviendo más y más un misterio para sí misma, y trata febrilmente de redescubrir su alma! Que se vea, entonces, como modelo la Iglesia reunida alrededor de sus altares. Allí, en el sacramento de la Eucaristía la humanidad realmente descubre y reconoce que su pasado, presente y futuro son una unidad en Cristo”.
Restaurar todo en Cristo, recobrar
la unidad eclesial fundada en la fe, y centrada en el misterio eucarístico. He
ahí, según Pío XII, las tres claves del papado de San Pío X.
Los principales documentos para
realizar este programa fueron el decreto, Lamentabili
Sane Exitu (1907), en el que se refirió a que “el hecho de que muchos
autores católicos vayan también más allá de los límites marcados por los Padres
y la propia Iglesia es extremadamente lamentable”. La encíclica Pascendi, también de 1907, donde
declaraba que el modernismo era algo más que una herejía, era la síntesis de
todas las herejías, porque en vez de proclamar un error, abría paso a todos
ellos. En 1910 promulgó el motu proprio Sacrorum
Antistitum, conocido como «Juramento
antimodernista», que debía ser pronunciado por cualquiera que quisiera
conservar o acceder a un oficio eclesiástico, incluida la docencia en teología.
Pío X se preocupó de manera especial por la propaganda
que el modernismo hacía en las filas de los que se formaban en los seminarios.
En su encíclica Pieni 1’animo, del 28
de julio de 1906, dice: “Y lo que es muy grave y propio para ganar nuevas
adhesiones al naciente grupo de rebeldes es que, para tales doctrinas se hace
una propaganda más o menos oculta entre los jóvenes que se preparan para el
sacerdocio a la sombra de los seminarios”. Por ello pondrá especial cuidado en
la formación de los futuros sacerdotes.
En la Pascendi[8], San
Pío X señala que el modernismo tiene tres causas morales y dos intelectuales o
espirituales:
Causas morales
1.
La soberbia
2.
La curiosidad
3.
El orgullo
Causas
intelectuales
1.
La ignorancia negligente
2.
Aversión a Santo Tomás, a la
Tradición y al Magisterio
De la detección
de estas causas se derivarán los remedios que deben proporcionarse.
La herejía modernista después de San Pío X
Como explica el P. Alfredo Sáenz
para algunos autores, tras las medidas tomadas por San Pío X, el modernismo
pasó a ser un capítulo de los libros de historia. El encanto que la herejía
había suscitado en su primera época ya no se experimentaba, mientras que sus peligros
y desviaciones eran ampliamente conocidos. Por lo demás, la Primera Guerra Mundial
cambió el foco de las preocupaciones. De ahí que no pocos creyeron poder
sostener, sin temor a equivocarse, que el modernismo era un fenómeno superado,
no subsistiendo de él sino el recuerdo de una crisis doctrinal ya conjurada.
Sólo la existencia de los documentos eclesiásticos a que dio lugar, recordaban
aquella crisis.
Pero muchos otros pensaron de
diversa manera, Pío X incluido, quien en modo alguno consideró que el modernismo
había quedado archivado. Todo lo contrario. En la alocución que el 27 de mayo
de 1914, pocos meses antes de su muerte, dirigió a los nuevos cardenales,
observó que continuaban propagándose “las ideas de conciliación de la fe con
el espíritu moderno”; a este propósito deploró “el naufragio” de la nave de la
Iglesia, que afectó a numerosos “navegantes”, dijo, así como a muchos “pilotos”,
e incluso a muchos “capitanes”. ¿Es preciso traducir estas metáforas?,
se pregunta Jean Madiran.
Como ha explicado Roberto De
Mattei frente a la condena de la encíclica Pascendi, así como de la carta apostólica Notre charge apostolique, y de otros documentos, la reacción de los modernistas fue análoga a la que
tuvieron los jansenistas al día siguiente de la bula Unigenitus, de 1713, donde se condenaban las proposiciones de
Jansenio. En aquel momento, aquellos herejes negaron reconocerse en las proposiciones
censuradas. Algo semejante aconteció en este caso, cada modernista afirmó que
el modernismo, tal como era reprobado en la encíclica, no los afectaba. “Un
testigo de los hechos, Albert Houtin, preveía que a pesar de las censuras
pontificias, los modernistas no saldrían
de la Iglesia, ni siquiera en el caso de que hubiesen perdido la fe, sino que
permanecerían adentro lo más posible para seguir desde allí propagando sus
ideas. Tal debía ser la actitud del verdadero modernista, según lo señalamos en
su momento, y ellos mismos lo reconocieron. “Hasta hoy –explicaba el padre
Buonaiuti– se ha querido reformar a Roma sin Roma o contra Roma. Hay que
reformar a Roma con Roma, hacer que esa reforma pase a través de las manos de
aquellos que deben ser reformados”. El modernismo se seguía proponiendo, en
esta nueva perspectiva, transformar el catolicismo desde dentro, desde “la
venas de la Iglesia”, como había dicho Pío X, aunque tuviesen que dejar
intacto, en los límites de lo posible, el envoltorio que se les imponía”[9].
El sacerdote jesuita Malachi
Martin en una novela relata un episodio que si bien literario, da cuenta de la
continuidad del pensamiento modernista:
“Paul ingresó en el Seminario Menor de la diócesis
de Nueva Orleans en 1972. Durante el primer semestre, él y sus condiscípulos
recibieron la orden oficial de abandonar la sotana y vestir ropa normal de
calle. En su programa de estudios, el dominio del latín ya no era obligatorio.
La mayoría de sus profesores los invitaban a pensar libremente, sobre lo que antes
eran doctrinas sacrosantas y enseñanzas fundamentales acerca de la existencia
de Dios, la divinidad de Jesucristo, la verdadera presencia de Jesucristo en el
santo sacramento, la autoridad del papa o la gama completa de creencias y leyes
católicas.
Durante las
horas de ocio, se alentaba a los seminaristas a que alternaran con mujeres para
incrementar su experiencia. Al mismo tiempo, a muchos les resultaba fácil
establecer relaciones homosexuales en su propio círculo, ya que se los
aconsejaba que una actitud positiva hacia la homosexualidad los convertiría en
«pastoralmente sensibles».
En la
transformación de la vieja iglesia en «casa de vientos ecuménicos», Paul
comprobó que en el seminario todos sus valores familiares se perdían en el
olvido. Ya no se les exigía a los seminaristas asistir a las plegarias
matutinas ni a la misa cotidiana. Pero incluso los que como Paul habían
decidido seguir haciéndolo, se encontraron con un cambio: el hermoso altar de
la capilla del seminario había sido sustituido por una mesa común de madera.
Las imágenes de los santos, las estaciones de la cruz, los bancos
reclinatorios, los mosaicos, e incluso el tabernáculo, la barandilla
eucarística y los crucifijos, brillaban por su ausencia. En los confesionarios
que no habían sido retirados, era más probable encontrar artículos de limpieza
que a un sacerdote.
Un cura de
vaqueros y camiseta, a lo sumo con una
estola o un velo sobre los hombros, daba la bienvenida a los seminaristas y al
público en general a las nuevas ceremonias con un alegre: «¡Buenos días a
todos!» Se enseñaba a los seminaristas a dar ejemplo como hombres libres e
hijos de Dios. Podían sentarse o levantarse a su antojo, pero no arrodillarse.
En la liturgia, actuaban bailarinas profesionales, acompañamiento de guitarras,
banjos, guitarras hawaianas, panderetas y castañuelas.
A lo largo de
los meses, Paul vio cómo las reuniones litúrgicas se convertían en algo
parecido a las «fiestas tribales» de ciertas tribus del Pacífico noroccidental.
En dichas reuniones se admitía cualquier cosa de otras religiones en igualdad
de condiciones.
Los
seminaristas como Paul eran sometidos a una mescolanza espiritual que unía las
meditaciones budistas, el dualismo taoísta, las plegarias sufíes y el
psicoanálisis freudiano.
Paul Gladstone
interpretó todo aquello como contradictorio, hipócrita y, a fin de cuentas,
destructivo para la verdadera fe católica. A su parecer, la mayoría de los
católicos lo aceptaban en un intento de democratización global de la religión
católica; era necesario “adaptarse a los tiempos”.
Si no había “pueblo
de Dios”, el sacerdote no podía celebrar válidamente la “Acción de gracias” en “la
mesa del cenáculo”.
La Iglesia era
llamada ahora “iglesia conciliar”, es decir, “posconciliar” y era necesario
entender que todo había cambiado. Paul, incapaz de seguir soportando el
ambiente caótico y chabacano de lo que antes había sido un seminario
disciplinado, un buen día por la mañana le comunicó al rector que se iba:
-No estoy
recibiendo nada parecido a una formación sacerdotal para ofrecer el Santo
Sacrificio y perdonar los pecados -dijo Paul, que tenía fuego en la mirada-. Si
permanezco aquí, acabaré como un espeluznante distribuidor de artilugios
inútiles o, en el mejor de los casos, en un asistente social que no puede
casarse, por el momento.
Atónito y casi
sin habla ante tal rebelión sin precedentes, el rector logró pronunciar algunas
palabras convencionales en defensa de los mandatos del Concilio y hacer una
apelación a la obediencia.
- No sé cómo
ser sacerdote -replicó Paul con una frialdad que congeló el ambiente en la
sala-, ni siquiera sé lo que significa ser sacerdote en una iglesia donde el
centro de atención no es más que una estúpida actitud de un hombre, vacía de
contenidos. Sí; ya lo sé, he oído un montón de veces que esta “Nueva Iglesia”
de ustedes presentará una cara más humana al mundo, menos rígida, más acogedora
y que vendrá una primavera para todos... Pero permítame que le diga que no
estoy dispuesto a predicar al “la comunidad eclesial” que cuando se junta se “convierte
en Iglesia” y en la misma «forma de Jesucristo». No llego siquiera a comprender
esa jerga carente de significado.
Estupefacto
ante una violación tan flagrante de la disciplina, el rector intentó darle a
Gladstone una dosis de su propia medicina.
Con su
descabellado e inoportuno arrebato, le advirtió el rector, Paul ponía en
peligro su carrera sacerdotal.
-¿No me he
explicado con claridad, padre rector? -dijo Paul, de camino ya hacia la
puerta-. Prefiero ser un católico seglar que coopera con la Iglesia, a una
marioneta en esta pocilga irreligiosa de mal gusto”[10].
Pío X, Papa
Santo
Pidamos finalmente a este gran
Pontífice la gracia de, como decía Manrique, “avivar el seso y despertar”. Que
nos de la claridad que él tuvo de procurar siempre instaurar todo en Cristo,
mantener la unidad eclesial fundada en la fe, y centrar nuestra vida cristiana
en el misterio del Santo Sacrificio de la Eucaristía. Que nos de la gracia de
poder pertenecer siempre fieles al Papa que ha de reinar y no defeccionará en
la Fe y en las costumbres, a la Iglesia que será una pequeña grey y que, según
la promesa de Cristo, conservará la Fe a pesar de que en el mundo sea muy poca
al momento de la segunda venida de Nuestro Señor.
¡Que el Señor nos encuentre
unidos en la fe verdadera!
[1] Sandro Magister, Diario Vaticano / "Sigo lo que los
cardenales han pedido"; Los vínculos del pre-cónclave con el gobierno
el gobierno de Francisco. Los acuerdos ligados a la elección de un Papa son
ilícitos e inválidos, pero en la práctica se está muy cerca de ellos. Allí
Magister explica la prohibición de San Pío X y como San Juan Pablo II mantuvo
esta prohibición (Constitución Universi Domine
Gregis, de 22-1-1996). “Igualmente, prohíbo a los cardenales hacer capitulaciones antes de la
elección, o sea, tomar compromisos de común acuerdo, obligándose a llevarlos a
cabo en el caso de que uno de ellos sea elevado al Pontificado. Estas promesas,
aun cuando fueran hechas bajo juramento, las declaro también nulas e
inválidas". Por ello es necesario conocer la historia de la Iglesia, ya
que, a veces, los medios pueden presentar como un gesto democrático: seguir un
mandato de los electores, cuando en realidad esto está prohibido y por razones
de peso. Ver http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1350839?sp=y
[2] El modernismo es, en boca de Fabro, la “orientación heterodoxa
delineada entre los estudiosos católicos a fines de siglo pasado y en los
primeros años del presente, que se proponía renovar e interpretar la doctrina
cristiana en armonía con el pensamiento moderno (Cornelio Fabro, “modernismo” en Enciclopedia Católica,
vol VIII, Sansón, Firenze 1952, coll. 1188-1196). Y en otro lado: “el peligro
del modernismo nunca ha sido completamente descubierto, pues está inscripto en
la razón humana, corrompida por el pecado, la tendencia a erigirse como el
criterio absoluto de verdad y someter a la fe” (ivi, col 1196).
[3]Sáenz, Alfredo s.j. El Modernismo; crisis en las venas de la Iglesia. Buenos Aires,
Gladius, 2011, p. 98 ss.
[7] Discursos y Mensajes de radio de Su Santidad Pío XII , XVI, el año
decimosexto de mi Pontificado 2 de marzo de 1954 - 01 de marzo 1955, p. 31-37,
en: www.vatican.va
[10] Fragmento del libro The Windswept House (traducido como “El último Papa”) del jesuita Malachi Martin;
íntimo colaborador de San Juan XXIII
y del cardenal Bea (desde 1958 a
1964), y exorcista en Roma y New York.
Basta ver lo que nos dice el Magisterio de la Iglesia: denzingerbergoglio.com
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