sábado, 7 de marzo de 2015

De la ceremonia matrimonial a la parodia gay


A propósito de la segunda parte del Sínodo de la Familia que tendrá lugar en el mes de octubre de 2015 en Roma, nos ha parecido oportuno reunir en esta sección diferentes textos que hemos publicado en otros sitios durante 2014 y 2015, relativos a este tema.


19 de setiembre de 2014

La familia siempre y aún en diferentes culturas ha sido considerada la célula fundamental de la sociedad puesto que en su seno se transmite la vida y la cultura. La familia da lugar al nacimiento de nuevas personas que perpetúan la sociedad pero también es el inicio y origen del orden social sin el cual los hombres no podríamos vivir en comunidad. Por esto es que a lo largo de la historia la familia siempre ocupó un lugar desatacado y la ceremonia matrimonial ha estado llena de simbolismos pues marca como un hito fundacional, el origen de la nueva familia.

También para la Iglesia la familia es la célula básica, es el santuario de la Iglesia doméstica, donde las nuevas generaciones reciben el don de la fe, donde se inicia la práctica de las virtudes, donde se encamina nuestro proceder moral. Por eso también la Iglesia celebra el matrimonio incluso con un sacramento instituido por el mismo Cristo.

Vale la pena hacer un breve repaso histórico por la ceremonia de matrimonio en distintas épocas y culturas porque esa ceremonia da cuenta de esta importancia social[1].

La ceremonia matrimonial azteca

El matrimonio se celebraba luego de pactar un contrato de dote y la mujer era conducida a casa del esposo con un gran acompañamiento, precedido por cuatro mujeres con antorchas y numerosos músicos. El esposo esperaba a la mujer en la puerta quemando en su honor hierbas sagradas. La conducía a una sala donde se encontraba el sacerdote con los invitados y se sentaba con ella sobre un tejido de juncos. A continuación el sacerdote ataba un extremo de la ropa de la novia con otro de la capa del novio en señal de la unión conyugal; luego dos ancianos y dos parteras los instruían acerca de sus deberes. Se quemaba incien­so sobre el altar del dios doméstico y se finalizaba con un ban­quete, durante el cual era falta grave embriagarse. Cuatro días más tarde los esposos ofrecían a los dioses el tejido de juncos en que habían pasado la primera noche.



La ceremonia matrimonial en la antigua Grecia
El carácter religioso del matrimonio se ve con claridad en la antigua literatura griega, donde se le daba el nombre de Telos, que significa "ceremonia sagrada". En un principio la ceremonia se realizaba en la casa y la presidía el dios doméstico; pero cuan­do el politeísmo Olímpico adquirió preponderancia se comenzó a invocar a las otras divinidades.

La ceremonia del casamiento constaba de tres partes: la pri­mera ante el hogar del padre; la segunda era la transición de la una a la otra; la tercera en el hogar del marido (telos).

1a. En la casa paterna y en presencia del pretendiente, el padre, rodeado por su familia, ofrecía un sacrificio y declaraba en tér­minos sacramentales que entregaba la hija al joven, desligán­dola así del hogar paterno; la esposa tomaba después el baño nupcial con agua sagrada y, terminada la última comida que hacía en la casa paterna, vistiendo su traje de gala, esperaba ser llevada a la casa del marido.

2a. En ocasiones era celebrada por el marido mismo aunque en algunas ciudades la misión de conducir a la joven correspondía al heraldo. Ordinariamente se la colocaba vestida de blanco en un carro, llevando el rostro cubierto por un velo y en la cabeza una corona; otras jóvenes la precedían y la seguían formando un cortejo, al frente del cual iba la antorcha nupcial. Durante todo el camino las jóvenes que forman el cortejo entonaban un himno, llamado Epitalamio o Himeneo, cuya importancia era tan grande que daba nombre a toda la ceremonia.

Llegada la esposa a la nueva morada, tras una lucha que simu­laba un rapto, el esposo la alzaba en sus brazos y la obligaba a traspasar la puerta cuidando que sus pies no tocasen el umbral.

3a. La esposa se acercaba al hogar y se colocaba en presencia del fuego sagrado, que debía tocar después de ser rociada con agua sagrada; se recitaban algunas oraciones, y finalmente am­bos esposos compartían una torta, un pan y algunas frutas.



El matrimonio entre los francos después de la conversión al cristianismo

Los francos eran descendientes de los teutones, una de las razas germanas, y pueden ser tornados como un ejemplo representa­tivo de los bárbaros convertidos al cristianismo.

Al casamiento precedían los esponsales, que contraían los prometidos bebiendo de la misma copa, después de lo cual el Padre decía al esposo: «Te doy a mi hija para que sea tu esposa y tu felicidad, para custodiar tus llaves y participar de tu lecho y tus bienes, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», y los presentes respondían «Así sea». El domingo la esposa era presentada a los padres de su futuro esposo, y ese día ambos celebraban el Buen domingo hablando libremente. La mañana de las bodas llegaba el esposo con los suyos a la casa de la mujer, en la cual se habían reunido parientes y amigos. Llamaba a la puerta y se mantenía una especie de diálogo entre los de dentro y los de afuera, hasta que acudía la esposa y el esposo la ceñía con la banda simbóli­ca. Antes de salir aquella de la casa paterna se despedía de todo lo que había en ella, encaminándose después a la casa del mari­do seguida del cortejo, yendo los hombres a caballo, armados y con la espada desenvainada como para defender a la mujer.

El sacerdote bendecía a los esposos al pie del altar, cubría de flores sus cabezas y ellos presentaban las ofrendas del pan y del vino. Después se trasladaban todos a la Capilla de la Virgen Madre. Allí los padres recibían en el altar una rueca bendita, y la pre­sentaban a la esposa, que sacaba de ella algún hilo, indicando el trabajo a que se sentía destinada. De regreso a la casa se realiza­ba un banquete y se entonaba el Himno marital.

A la mañana siguiente asistían en traje de luto a una Misa de sufragio por los parientes difuntos, asociando así -como dice el historiador César Cantil- «la alegría con el llanto, los gozos de la generación con la severa meditación de las tumbas».



De la ceremonia matrimonial a la degeneración paródica contemporánea




Hasta aquí, como vemos, en diferentes culturas pre-cristianas y posteriormente también en el cristianismo la ceremonia esponsal procuraba subrayar la importancia de la familia, la bendición de Dios sobre esta unión natural y la principalísima función social asignada.

Cómo es posible que de aquello hayamos llegado en la actualidad a considerar “matrimonio” a uniones que carecen en absoluto de “matriz” o en las que la sobreabundancia de matrices impiden su uso natural. Obviamente que estas “familias” para poder dar “vida”, sólo pueden hacerlo usurpando por compra, alquiler, inseminación o adopción la vida que únicamente puede generarse donde hay hombre y mujer.

Hace apenas unos años creíamos que aquella pesadilla de Un mundo feliz, escrita por Aldous Huxley en 1931 era sólo literatura:

Cuenta Huxley que un grupo de estudiantes son guiados por el propio Director del Centro de Incubación y Condicionamiento de la Central de Londres (donde se producen los seres humanos). En medio de la visita guiada el Director pregunta a los estudiantes para comprobar sus conocimientos del mundo antiguo y perimido si saben lo que significa la palabra padre. “Se produjo un silencio incómodo. Algunos muchachos se sonrojaron. Todavía no habían aprendido a identificar la significativa pero a menudo muy sutil distinción entre Obscenidad y ciencia pura. Uno de ellos, al fin, logró reunir valor suficiente para levantar la mano.

—Los seres humanos antes eran... —vaciló; la sangre se le subió a las mejillas—. Bueno, eran vivíparos.

—Muy bien —dijo el director, en tono de aprobación.

—Y cuando los niños eran decantados... —Cuando nacían —surgió la enmienda.

—Bueno, pues entonces eran los padres... Quiero decir, no los niños, desde luego, sino los otros.

El pobre muchacho estaba abochornado y confuso.

—En suma —resumió el director—, los padres eran el padre y la madre.

La obscenidad, que era auténtica ciencia, cayó como una bomba en el silencio de los muchachos, que desviaban las miradas—. Madre —repitió el director en voz alta, para hacerles entrar la ciencia; y, arrellanándose en su asiento, dijo gravemente—. Estos hechos son desagradables, lo sé. Pero la mayoría de los hechos históricos son desagradables”.


La maternidad y la paternidad eran considerados en ese mundo futuro que describe Huxley, hechos desagradables; “padre y madre” eran palabras prohibidas, sustituidas por “lagarto y lagarto”.

Hoy sabemos que lo de Huxley era una profecía, pero los lagartos y lagartos no se contentan con el laboratorio y hasta quieren la bendición nupcial. Hace unos meses los vimos llevar a su hija de probeta para el bautismo, la semana pasada dos lagartos fueron “bendecidos” por un sacerdote en una parodia de matrimonio cristiano con vestido blanco y todo.

Al mismo tiempo que se sacraliza la parodia, el silencio cunde en el resto de la jerarquía.

Pero no, la verdad debe ser proclamada, la verdad sobre la familia, la verdad sobre el matrimonio, la verdad sobre la fe, la verdad sobre la Iglesia.



El combate de la verdad
El P. Alberto Ezcurra[2] nos enseñaba hace algunos años que: “La verdad une, pero la verdad divide. La verdad une a los que son de la verdad, a los que reciben la verdad, a los que reconocen la verdad. Pero la verdad divide. Divide porque quienes no reconocen la verdad, la rechazan, la enfrentan. Entonces la verdad llama a la unidad, pero provoca división porque hay quienes no quieren aceptarla”.

Y nos alertaba entonces a tener cuidado con una verdad que no sea combativa! Porque, decía el P. Alberto, a veces a la verdad se la diluye, se la disfraza, se la envuelve, se la empaqueta, se la presenta de tal manera que al final no aparece como verdad. Esa verdad, así claro, no divide. Pero tampoco vale la pena.

El “misericordeo” actual lleva a muchos a temer la defensa de la verdad. Hasta nos quieren hacer pensar que decir la verdad, oportuna e inoportunamente como enseña el apóstol, es falta de misericordia. Esto es falso. La mayor misericordia para con el que está en pecado es enseñarle ese pecado con el mayor amor posible y con la asistencia del Espíritu Santo, pero hacerlo. Es lo que conocemos como corrección fraterna y, en muchos casos, hacerlo es obligatorio. Es, como decía Santo Tomás de Aquino “limosna espiritual”. Pero muchas veces no lo hacemos, callamos, preferimos el silencio o incluso orar en silencio. Porque hablar compromete. Porque hablar puede llevar al otro a reconocer el error o el pecado o puede llevarlo al odio. ¡Y hay que sobrellevar las respuestas del odio!

Porque como también nos enseñaba el P. Alberto Ezcurra: “El amor y el odio son correlativos, van juntos. Una verdad que es capaz, que puede llevar a morir por la ella, supone que alguien es capaz de matar en contra de la verdad. Donde hay un mártir se supone que hay un asesino. El mártir ama la verdad hasta morir por ella. El asesino o el tirano la odia hasta matar para aplastar esa verdad”.

Y bueno, son las consecuencias de la defensa de la verdad. Sin embargo, al mismo tiempo, debemos saber una verdad que no despierta resistencia, una verdad que no despierta odio; una verdad que no es atacada, tampoco despierta entusiasmo, tampoco convence a nadie, tampoco hace que nadie sea capaz de jugarse por esa verdad. “En cambio, cuando una verdad es capaz de entusiasmarnos, de dar sentido a la vida, de llevarnos a luchar, nos hace amarla con entusiasmo, nos hace proclamarla. Esa verdad así como despierta amor y adhesión despierta también odio, despierta también rechazo”.

Por eso el P. Ezcurra nos enseñaba que uno de los graves problemas de nuestro tiempo en general y que incluso entra en la Iglesia, y entra en el catolicismo: es el querer ignorar la lucha, el querer evitar la lucha, el querer ignorar la realidad de que "milicia es la vida del hombre sobre la tierra".

Muchas veces nos señalaba que la gran tentación de nuestros tiempos es evitar la cruz, es querer presentar un cristianismo a gusto de los hombres. “Fácil, un cristianismo falsificado como vino con mucha agua. Un cristianismo en el cual se pone entre paréntesis algún mandamiento que es difícil de cumplir. Ese cristianismo falsificado no es la verdad de Cristo. Y una de las formas de querer evitarla cruz, dejar de lado la cruz, el escándalo de la cruz, es precisamente presentar un cristianismo sin lucha, sin combate”.

En algún catecismo puede leerse: "no hay que hablar de que la Confirmación nos hace soldados de Cristo. No. Dejémoslo de lado; eso suena mal eso suena feo. Suena a lucha, suena a combate". Ese pacifismo, que es levantar los brazos y rendirse ante el enemigo. Ese pacifismo que consiste en hacer la política del avestruz y meter la cabeza bajo tierra y decir "no pasa nada", "todo es lindo, todo es bueno; vivimos en el mejor de los mundos"; "sonríe que Dios te ama y toma mi mano hermano".

Hoy asistimos en el mundo y también en la Iglesia al intento de imponer una “nueva moral”, una “nueva iglesia”. Pero esto está anunciado en la Sagrada Escritura: “…llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina; por el contrario, llevados por sus inclinaciones, se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas” (2 Tim 4,3-4).

Hemos de resistir dando testimonio. El primer testimonio de la verdad que tenemos que dar, es el testimonio de la palabra. Es decir, no mentir, rechazar la mentira; proclamar la verdad aunque cueste. Decirla verdad aunque duela, anunciar la verdad, cueste lo que cueste, no disfrazar la verdad, no escapar a la cruz, no escapar a la lucha.

Pero no solamente tenemos que anunciar la verdad con la palabra, sino que tenemos que anunciarla con la vida. Es otra de las cosas. La gente de nuestro tiempo está cansada de palabras. Por eso es más convincente, cuando buenamente tratamos de anunciar la verdad no solamente con las palabras que decimos, sino con el ejemplo de nuestra vida. Eso se da de una manera perfecta en Cristo. Cristo es la verdad. No solamente dice la verdad, sino que es "la verdad". Y Cristo con su vida da testimonio de la verdad.

Faltan unos pocos días para el inicio del Sínodo de la Familia [esto lo escribíamos en setiembre de 2014], faltan unos pocos días para el Encuentro de Mujeres Autoconvocadas… urge defender la verdad, urge defender la familia. Lo contrario además de herético, o cobarde, o traicionero, es suicida.


[1] Barisani, Blas. Apuntes para una historia de la familia. Buenos Aires, Claretiana, 1998, p. 87, 116, 147.
[2] Ezcurra, Alberto Ignacio. Tú reinarás; espiritualidad del laico. San Rafael, Kyrios, 1994, p. 59-61.

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