sábado, 7 de marzo de 2015

Saber leer los signos de los tiempos



“Fue, pues, otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Y había un cortesano cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm. Cuando él oyó que Jesús había vuelto de Judea a Galilea, se fue a encontrarlo, y le rogó que bajase para sanar a su hijo, porque estaba para morir. Jesús le dijo: “¡Si no veis signos y prodigios, no creeréis! (Mt. 4, 46-48)


Artículo escrito del 2 de noviembre de 2014

El Padre Leonardo Castellani observa acerca de esta escena: “Para Cristo, los israelitas debían creer viéndolo y oyéndolo a él simplemente: no eran paganos, tenían las profecías entre las manos”[1].
Ha corrido abundantísima agua bajo el puente en estos últimos tiempos a raíz del Sínodo y de otros acontecimientos que cotidianamente nos sorprenden. Personalmente, nos sorprende y llena de perplejidad la actitud de los cristianos, incluidos sacerdotes y obispos,  que procuran poner paños fríos echándole la culpa de los disturbios doctrinales a los medios, cuando lo que está claro es que hay sucesores de los apóstoles que han dicho, han propuesto y han escrito afirmaciones contrarias a la doctrina de siempre.

Buscan su tranquilidad en la promesa de la indefectibilidad de la Iglesia “las puertas del infierno no prevalecerán”, y esto es absolutamente cierto; sin embargo mal interpretan la promesa y la entienden como impecabilidad: en virtud de esa promesa la Iglesia no puede pecar. La falsedad de este juicio salta a la vista.
Creen y enseñan la fidelidad ciega al Santo Padre, cayendo en la contradicción de obedecer al Papa de hoy y negar obediencia a los Papas de ayer. El Padre Calmel, de la orden de Predicadores escribía en el año 1973: “cuando se trata de la Iglesia, considerada no absolutamente, pues como tal es en todos los aspectos indefectible y santa, sino del jefe visible de la misma, cuando se trata de quien ostenta actualmente  la primacía romana, no sabemos cómo asumirlo y qué tono será conveniente adoptar para confesar en voz baja: ¡Ay! me duele Roma. (…) Hay un Jefe de la Iglesia siempre infalible, sin pecado, santo, desconocedor de cualquier intermitencia y de cualquier pausa en su obra de santificación. Éste es el único jefe, pues todos los demás, incluyendo al más encumbrado, tienen una autoridad que viene de Él y acaba en Él. Este Jefe santo e inmaculado, absolutamente segregado de los pecadores, elevado a lo más alto de los cielos, no es el Papa; es Aquél de quien nos habla magníficamente la carta a los Hebreos: el Sumo Sacerdote Jesucristo. (…) Si el Papa es el Vicario visible de Jesús, que ha ascendido a los cielos invisibles, no es más que el vicario: vices gerens (hace las veces), el que ocupa su lugar sin dejar de ser otro. La gracia que hace vivir al Cuerpo Místico no deriva del Papa. Para el Papa y también para nosotros, la gracia deriva únicamente de Nuestro Señor Jesucristo. Lo mismo ocurre en lo concerniente a la luz de la Revelación. Él posee con un título único la custodia de los misterios de la gracia, los siete sacramentos, así como de la verdad revelada. Con un título único es asistido para ser guardián e intendente fiel. Pero aun así, y para que el ejercicio de su autoridad reciba una asistencia privilegiada, es necesario que no renuncie a dicha autoridad. Por otro lado, si es preservado de error cuando compromete su autoridad, con el título de la infalibilidad, en muchos otros casos puede fallar”[2].
“Homero es nuevo esta mañana, y tal vez nada es tan antiguo como el periódico de hoy”, decía Charles Péguy. La verdadera novedad está en lo perenne, en lo que permanece. Si Homero es nuevo, en la opinión de Péguy ¡qué podríamos decir de la Sagrada Escritura! Es la única novedad, con la frescura de la novedad eterna.
La Iglesia, si se aparta de la Verdad de Cristo, atrasa. Una Iglesia que quiera dejar de lado la novedad permanente para buscar la muerte de las realidades que perecen, atrasa… Y con las novedades, efímeras y pasajeras por esencia, perecerán los que sigan los caminos de muerte.
El Padre Alfredo Sáenz al relatarnos las tempestades de la Nave (la Iglesia) en tiempos de la difusión de la herejía arriana nos cuenta que dentro de la Iglesia eran muchísimos los obispos que consentían con el arrianismo, lo que hacía inmensamente ardua la resistencia. Hilario, San Hilario de Poitiers, entendió que no podía quedar convertido en un simple espectador: “Es tiempo de hablar, porque el tiempo de callar ha pasado (tempus est loquendi, quia jam praeterit tempus tacendi)”. Le preguntaban, a veces, si no tenía miedo. A lo que respondía: “Sí, verdaderamente tengo miedo, tengo miedo de los peligros que corre el mundo; tengo miedo de la terrible responsabilidad que pesaría sobre mí por la connivencia, por la complicidad de mi silencio; por mis hermanos que se apartaron del camino de la verdad; tengo miedo por mí, porque es deber mío conducirlos allí”.
Sinceramente vemos que hay pastores que creen que llevarán tranquilidad al alma de sus rebaños ocultando la verdad tal como es. O dejan para mañana el hablar, creen que aún no es tiempo. No parece ser así. Porque más valdría que el rebaño preocupado se pusiese verdaderamente de rodillas, −como lo lograra eficazmente con su prédica San Vicente Ferrer−, que hacerles creer que está todo bien, que sigan tranquilos con sus vidas. El capítulo 24 de San Mateo nos dice otra cosa. El Señor nos llama a velar, nos insta a dejar la vida habitual, nos previene de los falsos profetas y también nos llama a la esperanza: “Y si aquellos días no fueran acortados, nadie se salvaría; mas por razón de los elegidos serán acortados esos días(Mt. 24, 22).
Dice el Señor: “Entonces se escandalizarán muchos, y mutuamente se traicionarán y se odiarán.  Surgirán numerosos falsos profetas, que arrastrarán a muchos al error; y por efecto de los excesos de la iniquidad, la caridad de los más se enfriará. (…) Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, y harán cosas estupendas y prodigios, hasta el punto de desviar, si fuera posible, aún a los elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho! (…) Así también vosotros cuando veáis todo esto, sabed que está cerca, a las puertas. (…) Por eso, también vosotros estad prontos, porque a la hora que no pensáis, vendrá el Hijo del Hombre. ¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien puso el Señor sobre su servidumbre para darles el alimento a su tiempo?  ¡Feliz el servidor aquel, a quien su señor al venir hallare obrando así!” (Mt. 24, 10-12, 24-25, 33, 44-46)
“¡Mirad que os lo he predicho!” nos dice el Señor. También nosotros tenemos las profecías. Los judíos del tiempo de Cristo en su mayoría no creyeron “y tenían las profecías entre las manos”, como dice Castellani. A nosotros puede sucedernos lo mismo.


[1][1] Castellani, Leonardo. El Evangelio de Jesucristo, Buenos Aires, Theoria, 1963, p. 342.

1 comentario:

  1. Un muy bello artículo, muy serio y un ejercicio de la caridad evangélica para con aquellos que se encuentran indiferentes, confundidos o en el error.

    ResponderEliminar