viernes, 13 de marzo de 2015

Guerra Civil en la Argentina por motivos religiosos



            Comentábamos en un artículo anterior acerca de la persecución religiosa que tuvo lugar en la Argentina con el fin de imponer la llamada “reforma eclesiástica”. Represión violenta, con pena de muerte, exilios y destierros.
            La mayor parte de la bibliografía histórica al hablar de nuestra Guerra Civil entre unitarios y federales durante el siglo XIX,

resalta las diferencias jurídico-políticas entre ambos grupos. No era esto lo esencial. La diferencia básica estaba en las profundidades de las convicciones religiosas.
Por eso es que Enrique Díaz Araujo afirma que resulta:
una solemne bobada querer entender el tiempo de la Confederación Argentina a la luz de las teorías que habían fulgurado en el período anterior, para luego inferir que nuestra “Federación” en nada se parecía al modelo federalista estadounidense. Autores hay que, ayunos de comprensión histórica, creen haber descubierto la piedra filosofal; y así proclaman en alta voz que Godoy Cruz, Sarmiento o Echeverría eran más federales que Quiroga, Rosas o Aldao. Por supuesto que si los miden con el cartabón de la Constitución de Filadelfia, el resultado es el que declaran. No obstante, acá no se trataba de eso, para nada. Acá había una consigna mítica llamada “Federación”, respaldada por los autonomismos y localismos provincianos, que deseaba el restablecimiento del principio de autoridad, con la consiguiente estabilidad gubernamental y la paz y el orden públicos, que era fiel a sus creencias religiosas y las costumbres sociales emanadas de tal civilización, y que no transaba con menguas a la soberanía nacional. Ese movimiento político, religioso y nacionalista, auspiciado por las provincias, fue, en concreto, el rotulado “federalismo” argentino. Y tal movimiento opuesto por principio al contractualismo roussoniano de los liberales, tildados de “unitarios”, se impuso por un lapso prolongado merced a la enérgica conducción de los caudillos[1].

Profanaciones y saqueos de templos
Es este abismo de creencias es lo que separaba a ambos grupos. Así es que del lado unitario hemos encontrado ignorados testimonios acerca de los saqueos y profanaciones de templos efectuados en La Rioja por los ejércitos unitarios.
En el periódico Yunque Republicano, editado en Mendoza en 1829, se hace la comparación entre los que
se proclaman los amigos del orden, calificando a sus ilustres antagonistas de secuaces del desorden y de la anarquía. […] En el curso de este artículo veremos, cuáles son los anarquistas, cuáles los humanos, compararemos la conducta de uno y otro ejército, los fines y objetos de operaciones á que tiende cada uno, y los que turbaron esa feliz opinión, que ya había echado raíces en los Argentinos, de proscribir las vías de hecho y adoptar las vías legales. Por ahora basta saber que el ejército de Wandalos [sic], que los ladrones, que los facinerosos, se han conservado en Mendoza, sin salir una cuadra del campo donde se situaron, que no ha habido una sola queja contra el último de los soldados, que se apresuran a obsequiar a un Jefe popular y moderado, y que los amigos del orden y de la moral talan hasta los templos del territorio que pisan[2].
Trae luego los testimonios basados en dos cartas. Una de ellas firmada por el vecino Juan Manuel de la Bega y dirigida al Sr. D. Pablo Carballo, alcalde ordinario interino en Malansan. Allí leemos:
han saqueado completamente el dicho pueblo sin reservar los templos con tal expresión que la Iglesia de Santo Domingo la saquearon tres días consecutivos los soldados y oficiales. La Matriz, dicen que se reservó para los jefes […] La de San Francisco la saquearon completamente toda la última noche a su retirada y a este tenor todas las demás […] De igual modo, dicen que ha hecho la división que se dirigió a los pueblos allí, y en la costa de Arauco; […] que del mismo modo han arrasado todos los animales de las Estancias, y potreros inmediatos recorriéndolos con partidas[3].


La segunda carta lleva la firma de Nicolás Sotomayor y va dirigida al Sr. Comandante D. Antonio Acosta:

los estragos que han hecho los enemigos en la Rioja, que no han dejado Templo que no lo han saqueado completamente; las dos custodias de la Matriz también, y todos los intereses y ornamentos que allí existían: por fin, lo que respecta a los Templos, con decirle completamente, le digo todo[4].
En el n. 5 del periódico continúa el artículo “Imputaciones” refiriendo que:
el Pueblo de la Rioja, ha sido saqueado en sus templos, y que ni los miserables andrajos de los pordioseros se han escapado; que el saqueo, ha sido decretado por los jefes, y que hasta los Generales, se habían reservado una Iglesia para botín de ellos”. [En nota al pie aclara lo siguiente:] No es extraño porque uno de esos mismos generales, (Ocampo) ya había robado la Catedral de Chuquisaca, en una retirada que hizo nuestro ejército del Perú, y aún existen en Tucumán algunos canapés forrados en el damasco del citado Templo. El canónigo Ureta del mismo país, es una víctima y testigo de la propensión de este general[5].
Varios años después, en 1841, encontramos otro periódico El Estandarte Federal donde se compara un tiempo idílico “cuando todos los Ciudadanos de mancomún y unánimemente obraban, a favor del bienestar, honor, libertad, prosperidad e Independencia de la República”, con un tiempo posterior en el que aparecieron “hijos espurios de la Patria, genios díscolos, cuyo interés no era reducido sino a la perfección de una felicidad personal, a la ambición de mandar, es que empezó nuestra carrera de desgracias”[6]. Asevera que con justicia han sido denominados “salvajes unitarios” pues han dividido la República, con “el furor de sus pasiones”, con “el estrepitoso ruido de las armas”, sacrificando centenares de ciudadanos “al desenfreno de algunos enemigos de la Patria”. Procura hacer una descripción de la desolación en que han quedado tantas familias. Se pregunta “¿Pero, qué podrá esperarse de unos malvados que desconocen la Religión?”, para dar respuesta a esto refiere que “por todos los Pueblos donde inmundamente han pisado, ni las Iglesias, ni los ornamentos, ni vasos sagrados han escapado al vicio de sus uñas[7].
Cuenta acerca de los saqueos y profanaciones llevadas a cabo en San Juan por La Madrid a quien califica de traidor pilón y desnaturalizado salvaje. Contrapone esta situación creada por los unitarios al giro que han tomado los destinos de la Patria desde que “ese Argentino que todo lo prevé gritó erguido Federación, Libertad, Independencia o muerte, hablamos del genio Argentino Nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes D. Juan Manuel de Rosas[8].

Progresistas y tradicionalistas
Como sostiene Jorge Bohdziewicz más allá de las luchas por el poder político y los hechos dramáticos propios del enfrentamiento bélico, buscando una fundamentación más profunda, se ha dicho que dos concepciones de la nacionalidad perfectamente definidas e irreconciliables se enfrentaron en ese marco:
dos concepciones que excedían el significado mezquino y a veces equívoco que los términos "unitario" y "federal" implicaban en cuanto modos distintos de encarar la organización política de la Nación. Llamarlos "progresistas" a unos y "tradicionalistas" a otros es una calificación menos convencional, acaso más profunda y seguro que próxima a la definición del plexo ideológico que definía y separaba ambos términos de la fractura. Librecambistas, iluministas, centralistas, constitucionalistas y europeizantes por inclinación natural del espíritu o formación intelectual eran unos. Proteccionistas, nacionalistas por apego a la tierra de nacimiento y a la religión, y realistas y pragmáticos en materia política eran los otros. Hablamos de las elites. El pueblo se encolumnaba mayoritariamente tras los caudillos "federales", que representaban mejor sus modestas aspiraciones. La conciliación no era posible[9].

Política y religión
Esta contienda nos muestra las relaciones entre la fe y la política nacional. Por aquello que escribe Antonio Caponnetto al definir al príncipe católico, se trata “no de un hecho privado, como podrían serlo, para su gloria, la piedad, la devoción o la personal ascesis, sino un hecho público: la custodia de la Fe Católica en la sociedad cuyos destinos rige. Más precisamente aún, el hacer de esa custodia la primera política de Estado”. También Enrique Díaz Araujo ha insistido en este punto al enseñar que debe diferenciarse religiosidad de política religiosa, lo primero pertenece a la conciencia íntima y está sólo reservado a Dios, lo segundo pertenece al orden social y por tanto atañe al Bien Común. Lo primero implica la devoción personal, lo segundo una acción pública. 
A la estrepitosa caída de Rivadavia y su política religiosa siguió la restauración del espíritu tradicional en manos del Restaurador de la Leyes don Juan Manuel de Rosas. Fue la Sala de Representantes de Buenos Aires la que, al otorgarle la suma del Poder Público, lo hace con la expresa limitación: “Que deberá conservar, defender y proteger la Religión Católica, Apostólica Romana”[10]. Antonio Caponnetto ha estudiado recientemente el gobierno de don Juan Manuel concluyendo en definirlo como Príncipe Católico. Numerosos son los ejemplos documentales de la custodia pública de la Fe Católica hecha por Rosas. Como cuando dice que se deben cuidar los templos y sus ministros porque
“es preciso que no olvidemos que antes de ser federales éramos cristianos” (3-II-1831)

o cuando escribe “Nuestra religión es la Católica, Apostólica y Romana; y si no queremos ser desgraciados, es necesario que los funcionarios se esfuercen para que sean respetados y cumplidos sus preceptos, en conformidad con lo que acuerdan los Evangelios” (21-IV-1830),

o en carta al encargado de negocios de EEUU “El origen de toda verdad y la fuente de la felicidad del género humano, está en la Revelación Divina […] La filosofía política y moral se extraviaría confusamente sin la luz inefable de la Fe y el fervor de la caridad cristiana” (11-II-1846),

o en el discurso de 1835 recibiendo a los padres franciscanos, donde recuerda que fue “una terrible borrasca suscitada por los titulados pretendidos hombres de las luces, que se empeñaron de modo escandaloso y con la más profunda malicia en desquiciarlo todo, borrar hasta nuestro carácter nacional con la destrucción de los principios religiosos que unen y fortifican entre sí a los Pueblos Argentinos que han jurado sostener y defender la Religión Católica, Apostólica, Romana, como columna firme en que reposan su Independencia política y sus más preciosos derechos”. Y por eso resalta la función que compete al gobierno “Bástenos tener el profundo convencimiento de que siendo como es la Religión Católica, además de su verdad y santidad, la Religión del Estado, la Religión jurada y profesada por todos los Pueblos Argentinos, está en el deber de los Gobiernos respectivos contribuir a su esplendor y proteger sus instituciones”.

 Concluye Caponnetto que “el Caudillo concibió a la patria como un eco posible de la Civilización Cristiana”[11].
Por eso el historiador Fermín Chávez afirma “pues en verdad son teológicas y no meramente político-económicas las diferencias que separan al federalismo del unitarismo liberal”. Es la batalla entablada entre las dos ciudades agustinianas que persiste a través de toda nuestra historia.


[1] Díaz Araujo, Enrique, Los Vargas de Mendoza, Mendoza, Editorial Facultad de Filosofía y Letras, 2003, p. 184.
[2]  El Yunque Republicano, n. 4, Mendoza, 7 de noviembre 1829, p. 2, col.1-2.
[3] Ibidem, p. 2, col. 1.
[4] Ibidem, p. 2, col. 2.
[5] El Yunque Republicano, n. 5, Mendoza, 10 de diciembre 1829, p. 1, col. 2.
[6] Estandarte federal, Mendoza, 12 de diciembre 1841, n. 1, p. 1. col. 1.
[7] Ibidem, p. 2, col 1.
[8] Ibidem, p. 2, col. 2.
[9] Bohdziewicz, Jorge. Historia y bibliografía crítica de las imprentas rioplatenses, 1830-1852, Buenos Aires, IBIZI, 2008, vol. I, p. 22.
[10] Bruno, Cayetano, La Argentina nació católica, Buenos Aires, Energeia, 1992, t. II, p. 510.
[11] Caponnetto, Antonio. Notas sobre Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Katejon, 2013, p. 16, 17, 18, 26, 27, 31.

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