lunes, 25 de enero de 2016

Efectos de la tecnología en nuestros hijos

Tengo miedo, confieso que tengo miedo cuando pienso cuáles pueden ser los efectos que tenga la tecnología moderna en el futuro de nuestros niños. Nosotros la conocimos ya grandecitos y así y todo algunos de nosotros hemos tenido serias dificultades para no enviciarnos o generar adicciones o transtornos de ansiedad... ¿Cuáles pueden ser los efectos futuros en niños que desde la más tierna infancia tienen acceso a internet, al whatsapp, facebook, twiter y un interminable etcetera?
Del artículo de Juan Manuel de Prada, que recomiendo leer más abajo, destaco dos párrafos que me golpean con fuerza:

"toda su vida, desde que se levantaba hasta que se acostaba, estaba ligada a los diversos cacharritos y artilugios que le permitían mantenerse on line con amigos y allegados: guasapeando, tuiteando, intercambiando vídeos, hablando por el skype, a veces con varios a la vez, en un intercambio excitante. Inevitablemente, el cerebro de aquel muchacho había acabado por acompasarse a esta vida nerviosa y aturdidora, entretejida de impresiones fugaces y asediada de estímulos cambiantes. Su atención se había acabado convirtiendo en un pájaro enjaulado que salta a cada instante de uno a otro balancín, por no detenerse nunca a considerar que está encerrado. Su repudio de la letra impresa era una consecuencia natural de ese aturdimiento (...)

...una vida a modo de incesante carrusel de novedades huidizas en la que no hay tiempo para leer, ni para meditar, ni para conversar, ni para rezar, ni para amar, ni para hacer ninguna de las cosas que hasta hace poco nos distinguían como humanos. Una vida descerebrada y desalmada, ligada a una pantalla táctil, que tal vez sea el paso previo (y tal vez sin retorno) a nuestro internamiento en la trituradora..."

Una vida nerviosa
11 de octubre de 2015
​Juan Manuel de Prada​
 
Un profesor universitario amigo me confiesa desolado que una amplia mayoría de sus alumnos son por completo incapaces de leer un libro; y que, entre los pocos que afrontan su lectura, sólo un puñado puede comprenderlo. Aunque recomienda a lo largo del curso diversas lecturas que complementan sus apuntes, cuando llegan los exámenes comprueba que casi nadie ha seguido su recomendación; y los pocos alumnos que le comentan los libros recomendados suelen ser pícaros que recopilan en interné cuatro reseñas birriosas, en un esfuerzo estéril por camelarlo. Pero nada ha conturbado tanto a mi amigo como un episodio que le aconteció recientemente: un alumno le solicitó permiso para grabar en vídeo sus clases; como mi amigo se resistía a aceptar, temeroso sobre todo del destino que luego pudieran correr tales grabaciones (que ya imaginaba divulgadas en youtube y, por supuesto, utilizadas para escarnecerlo), el alumno le confesó atribulado que era incapaz de estudiar sus apuntes, porque apenas se ponía a leerlos perdía la concentración. Sólo contemplando el vídeo de sus clases podía llegar a aprender y memorizar las lecciones. Asustado, mi amigo preguntó a su alumno cómo lograba, entonces, estudiar las demás asignaturas; y el alumno le confesó que mediante el mismo método, asegurando que por interné se pueden encontrar numerosos vídeos y presentaciones de PowerPoint que permiten ir aprobando a cualquier universitario remolón, aunque sea sin excesiva brillantez.
Mi amigo no es hombre abstruso ni alambicado; se expresa en un español correctísimo, incluso levemente 'didáctico', y apenas recurre a las oraciones subordinadas cuando expone sus lecciones. Sucedía, sin embargo, que su alumno era incapaz de mantener la atención fija; era incapaz de entender los razonamientos más elementales; era incapaz de seguir el hilo de un relato escrito. Mi amigo se quedó perplejo y horrorizado ante su confesión; y al principio no supo si expulsarlo de clase con cajas destempladas o concederle que grabase su lección. Pero pensó que ambas soluciones eran improductivas; así que citó al alumno en su despacho, en un intento de comprender mejor las causas de su deterioro cognitivo. El alumno acudió contrito al despacho de mi amigo, como quien acude al confesionario, y en varias conversaciones le reconoció que toda su vida, desde que se levantaba hasta que se acostaba, estaba ligada a los diversos cacharritos y artilugios que le permitían mantenerse on line con amigos y allegados: guasapeando, tuiteando, intercambiando vídeos, hablando por el skype, a veces con varios a la vez, en un intercambio excitante.
Inevitablemente, el cerebro de aquel muchacho había acabado por acompasarse a esta vida nerviosa y aturdidora, entretejida de impresiones fugaces y asediada de estímulos cambiantes. Su atención se había acabado convirtiendo en un pájaro enjaulado que salta a cada instante de uno a otro balancín, por no detenerse nunca a considerar que está encerrado. Su repudio de la letra impresa era una consecuencia natural de ese aturdimiento; no podía entender un razonamiento mínimamente complejo por la sencilla razón de que su cerebro se exasperaba tratando de hilvanar sus proposiciones, tratando de desentrañar el significado de sus palabras, y buscaba los mensajes inmediatos, netos, ramplones: las consignas, los apóstrofes, los enunciados más sencillos que le permitiesen saltar de inmediato a cualquier otra simpleza que irrumpiese, a modo de relámpago fugaz, en su cerebro. Todo ello envuelto en una especie de ansiedad eufórica, como si el acopio incesante de estímulos fuese la droga que su cerebro necesitaba para no perecer del todo, o para vivir esa vida sin poso ni reposo, sin cognición ni discernimiento, una vida a modo de incesante carrusel de novedades huidizas en la que no hay tiempo para leer, ni para meditar, ni para conversar, ni para rezar, ni para amar, ni para hacer ninguna de las cosas que hasta hace poco nos distinguían como humanos. Una vida descerebrada y desalmada, ligada a una pantalla táctil, que tal vez sea el paso previo (y tal vez sin retorno) a nuestro internamiento en la trituradora, allá donde formaremos la papilla humanoide que conviene a los nuevos tiranos.
Porque cada vez resulta más evidente que esta vida nerviosa es el cimiento de una nueva esclavitud, mucho más aberrante que ninguna otra que la haya precedido: una esclavitud de esclavos eufóricos, ansiosos de su droga, felices con su droga... ¡Y con título universitario!


http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/juan-manuel-de-prada/20151011/vida-nerviosa-8942.html

miércoles, 6 de enero de 2016

El don de la Fe en los tiempos que corren



Los tiempos que nos ha tocado vivir son tiempos de confusión… Tiempos en que a menudo sucede que aquellos que fueron nuestros maestros, nuestros superiores, nuestros dirigentes o nuestros hermanos, camaradas o compañeros en el camino de la fe, defeccionan, cambian su discurso o su modo de pensar y/o de actuar… Ante esto puede existir en nosotros la tentación de aflojar, de bajar los brazos, de ceder ante el mundo… Si los que me enseñaron o me guiaron hasta ayer, hoy me insultan y me injurian… entonces…
Entonces es cuando resulta más que conveniente recordar aquello que enseñaba el P. Leonardo Castellani en El Evangelio de Jesucristo acerca de la fe:
“Las gentes de mi raza no saben cómo se produce la fe, saben que tienen fe. Y yo sé cómo no se produce la fe. Estrictamente hablando nadie puede “enseñar” el Evangelio a otro: “No llaméis a nadie Maestro, porque uno es el Maestro, Cristo”. Decir por ejemplo que el P. Rosadini me “enseñó” la Epístola a los Tesalónicos, o San Agustín me hizo entender el Evangelio de San Juan, es como decir, más o menos, que el cura que casó a mi padre y a mi madre me dio la existencia” (p. 441).
Genial explicación de Castellani para que no nos confundamos: alguien puede anunciarme el Evangelio pero dado que el contenido de la fe es superior al intelecto del hombre, sólo Dios puede enseñármelo, estrictamente hablando:
“El Evangelio qua evangelio, es decir qua “Buena Nueva” y “Novedad Absoluta” se puede anunciar, no se puede enseñar. Un hombre puede ser ocasión de mi fe; no puede ser condición de mi fe; y mucho menos su causa” (p. 441).
Más adelante se explaya en esta misma idea:
“es necesario tener un ser humano que nos toque el timbre del oído para abrir el corazón; un “predicante”. Pero el predicante no es más que la Ocasión; el Espíritu es la Condición” (p. 442).
Esta es la razón por la que nuestra Fe y nuestra Esperanza no está puesta en los hombres, por mucha amistad, o admiración hayamos tenido por ellos; no fueron ellos más que la ocasión para que el Espíritu Santo en lo secreto de nuestra alma insuflara la fe.
Y hay algo más. Esta noción es indispensable tenerla presente cuanto más nos vayamos arrimando a los últimos tiempos, como el paisano se arrima al fogón a medida que la noche se va haciendo más espesa… Por eso vale también recordar lo que el Padre Castellani caracteriza como la madurez de la fe:
“Si yo abrazo “la fe de nuestros padres” por el mero hecho de haber sido gigantes padres, no paso más allá de ser un buen niño, un chiquito bien educado. Si el criterio para abrazar una religión es que muchos la profesan, entonces cuando la Iglesia de Cristo tenía doce hombres, era falsa; y al fin de los tiempos sería de nuevo falsa” (p. 446).
  Porque, como sabemos, una de las mayores dificultades de los últimos tiempos será permanecer fiel, a pesar de que muchos no lo hagan. Pidamos entonces tener una fe madura, una fe adulta que no está fundada en palabras de hombre sino en el Espíritu de Dios. Sólo así podremos ser verdaderos apóstoles, con la ayuda de la Santísima Virgen, como los que describe San Luis María Grignion de Montfort:
“Serán los apóstoles auténticos de los últimos tiempos. A quienes el Señor de los ejércitos dará la palabra y la fuerza necesarias para realizar maravillas y ganar gloriosos despojos sobre sus enemigos.
Dormirán sin oro ni plata y, lo que más cuenta, sin preocupaciones en medio de los demás sacerdotes, eclesiásticos y clérigos (Sal. 68, 14). Tendrán, sin embargo, las alas plateadas de la paloma, para volar con la pura intención de la gloria de Dios y de la salvación de los hombres adonde los llame el Espíritu Santo. Y no dejarán en pos de sí, en los lugares en donde prediquen, sino el oro de la caridad, que es el cumplimiento de toda ley (cfr. Rom. 13, 10).
Por último, sabemos que serán verdaderos discípulos de Jesucristo. Caminando sobre las huellas de su pobreza, humildad, desprecio de lo mundano y caridad evangélica, enseñarán la senda estrecha de Dios en la pura verdad, conforme al Evangelio y no a los códigos mundanos, sin inquietarse por nada ni hacer acepción de personas, sin dar oídos ni escuchar ni temer a ningún mortal por poderoso que sea.
Llevarán en la boca la espada de dos filos de la Palabra de Dios, sobre sus hombros el estandarte ensangrentado de la cruz, en la mano derecha el crucifijo, el Rosario en la izquierda, los sagrados nombres de Jesús y María en el corazón y en toda su conducta la modestia y mortificación de Jesucristo” (p. 38).
Andrea

Castellani, Leonardo, El Evangelio de Jesucristo, Buenos Aires, Theoria, 1963.
Grignion de Montfort, Luis María, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, Buenos Aires, Roma, 1973.