lunes, 31 de agosto de 2015

Santa Rosa y el "cansancio de los buenos"



Alberto Caturelli en su libro La Iglesia y las catacumbas hoy, trae una página de gran veracidad acerca de la misión del laico católico en el mundo actual:


"En la situación actual del mundo su misión se vuelve dolorosísima: el mundo odia al laico católico quien sufre un asedio casi insoportable desde fuera y desde dentro de la Iglesia militante. Por eso he ido escribiendo este libro como testimonio de esa experiencia. Desde el mundo acontece lo que siempre es de esperar: las puertas que se cierran, el acoso constante en la Universidad, en el trabajo y en la vida social; las dificultades que provienen de mis propias debilidades y pecados; desde dentro, el progresismo "teológico" infiltrado en la Iglesia, el mutismo hostil, los celos, la persecución silenciosa, el abatimiento y la confusión de ovejas en soledad... el sufrimiento callado.
Para mal de males, estos laicos también sufren horribles tentaciones bien preparadas por el "dios de este mundo": el cansancio, la desesperanza y, sobre todo, esa demoníaca "tristeza del bien espiritual" que es la acedia. Enseña Santo Tomás que la acedia es doblemente mala tanto en sí misma, como opuesta a la caridad, como por sus efectos (desesperación, pusilanimidad, indolencia, rencor, malicia, divagación de la mente por lo vedado)[1].

A esto se expone el pensador católico asediado desde dentro. Parece no tener escape. Sin embargo no es así: si la acedia y sus efectos lo acechan desde dentro de Casa, le espera el camino del sufrimiento gozoso y del martirio. Como sabemos, el martirio (supremo testimonio) puede ser cruento (martirio en sentido propio) o incruento que se identifica mejor con la "confesión" de la fe. Por eso es necesario el testimonio, siempre riesgoso, en el cual el laico suele sentirse como comprimido entre dos muros: Hay un techo y un piso. En el techo una apertura abierta a la luz; en el medio del piso, un hueco, una trampa tenebrosa. El muro al que dan sus espaldas suele ser el acoso de entre casa, la iniquidad "demoledora": el muro del frente, es el mundo hostil que lo odia y excluye. La fidelidad sin quebrantos lo lleva a la apertura y, por ella, a la Luz; al foso del piso sólo puede caer si se arroja en él por propia voluntad, cediendo a la acedia y al odio. Oremos siempre para que eso nunca ocurra. Tal suele ser la situación misteriosa del laico en el mundo".

Esta situación que tan bien describe Caturelli pesa sobre las espaldas de todos nosotros. Por eso cuando asalte el cansancio, el abatimiento, la desesperanza y la acedia conviene releer a la Santa Patrona de América, Santa Rosa de Lima.



Santa Rosa de Lima, cuya fiesta es el 30 de agosto, tiene una página de uno de sus escritos que conviene conocer y meditar cuando a uno le asalta el cansancio. Escribe Santa Rosa a su médico Castillo:

“El Salvador levantó la voz y dijo, con incomparable majestad: «¡Conozcan todos que la gracia sigue a la tribulación. Sepan que sin el peso de las aflicciones no se llega al colmo de la gracia. Comprendan que, conforme al acrecentamiento de los trabajos, se aumenta juntamente la medida de los carismas. Que nadie se engañe: ésta es la única verdadera escala del paraíso, y fuera de la cruz no hay camino por donde se pueda subir al cielo!» . Oídas estas palabras, me sobrevino un ímpetu poderoso de ponerme en medio de la plaza para gritar con grandes clamores, diciendo a todas las personas, de cualquier edad, sexo, estado y condición que fuesen: «Oíd, pueblo; oíd, todo género de gentes: de parte de Cristo y con palabras tomadas de su misma boca, yo os aviso: Que no se adquiere gracia sin padecer aflicciones; hay necesidad de trabajos y más trabajos, para conseguir la participación íntima de la divina naturaleza, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta hermosura del alma.» Este mismo estímulo me impulsaba impetuosamente a predicar la hermosura de la divina gracia, me angustiaba y me hacía sudar y anhelar. Me parecía que ya no podía el alma detenerse en la cárcel del cuerpo, sino que se había de romper la prisión y, libre y sola, con más agilidad, se había de ir por el mundo, dando voces: «¡Oh, si conociesen los mortales qué gran cosa es la gracia, qué hermosa, qué noble, qué preciosa, cuántas riquezas esconde en sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos y delicias! Sin duda emplearían toda su diligencia, afanes y desvelos en buscar penas y aflicciones; andarían todos por el mundo en busca de molestias, enfermedades y tormentos, en vez de aventuras, por conseguir el tesoro inestimable de la gracia. Esta es la mercancía y logro último de la constancia en el sufrimiento. Nadie se quejaría de la cruz ni de los trabajos que le caen en suerte, si conociera las balanzas donde se pesan para repartirlos entre los hombres.»[2]



[1] STh, II- II, 35, 1-4; pueden leerse con mucho fruto los excelentes libros del P. Horacio Bojorge S.J., sobre la acedia: En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia, Editorial Lumen, Bs. As.; Mujer, ¿por qué lloras? Gozos y tristezas del creyente en la civilización de la acedia, 191 pp., ib., 1999.
[2] De los Escritos de Santa Rosa de Lima, virgen, al médico Castillo, en: L. Getino, La patrona de América, Madrid 1928, pp. 54-55.

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