miércoles, 7 de octubre de 2015

Nuestra Señora del Rosario y los tiempos que corren

Cuando vemos los tiempos que corren y estudiamos algunos acontecimientos de la historia de Occidente, se nos presentan claroscuros en los que pareciéramos querer borrar hoy con el codo, lo escrito hasta ayer con la mano.

Hoy -y desde hace un tiempo a esta parte- vivimos una suerte de "protestantización" de la Iglesia. No lo digo yo, lo dicen voces tan autorizadas como las del P. Bojorge o el P. Alfredo Sáenz, por citar algunos cercanos a nosotros. El Papa Pablo VI decía que “Las desviaciones doctrinales actuales son análogas a las que efectuó en su época la Reforma Protestante”. Conviene tener presente esta cita para que, al hablar de sucesos ocurridos hace 450 años, estos nos sirvan para iluminar el presente. En la introducción al primer tomo de “La Nave y las tempestades”, del P. Alfredo Sáenz S.J., Federico Mihura Seeber observaba atinadamente, que las olas y los embates sufridos por la Iglesia en el pasado serán los mismos que sufrirá más tarde, “sólo que mucho más graves”. Idéntica es la observación del Padre Horacio Bojorge para la novena tempestad en el tomo dedicado la Reforma Protestante. En efecto, sostiene el P. Bojorge que son numerosas, desde diversos sectores, y muchas de ellas muy cualificadas, las voces que afirman que el catolicismo continúa sufriendo hoy un proceso de protestantización:
“Un proceso que, según algunas de esas voces, sería aún más severo y más grave hoy que en el pasado. Bien puede decirse, a creerle a esas voces, que el efecto de la Reforma protestante no ha terminado aún y que asistimos en nuestros días a nuevos capítulos de ese proceso y hasta a una radicalización del mismo”[1].

Otro tanto habría que decir sobre el avance del Islam en nuestro mundo actual. Quien haya leído las noticias estará al tanto de la situación de los cristianos en Medio Oriente como así también del avance sobre Europa de quienes llegan en masa en condición de "refugiados". 
De allí que la vida y obra del Papa San Pío V pueda sernos de interés para los tiempos que corren... Y la Virgen del Rosario, cuya fiesta celebramos hoy, sea la que pueda socorrernos ante los problemas actuales, siempre que sepamos volver nuestros ojos esperanzados a ella, sabiendo que ella es justamente Auxilum christianorum.
(Dicho sea de paso, recomendamos la lectura de la novela "profética" de Jean Raspail, El Desembarco, 1973 puede bajarse aquí)

[1] SS Paulo VI, 27 de junio de 1967. 
Mihura Seeber, Federico, "Introducción", en: Alfredo Sáenz S.J., La Nave y las tempestades, Bueno Aires, Ed. Gladius, 2002. 
La cita del P. Bojorge corresponde al prólogo del libro del P. Alfredo Sáenz en su tomo IX.


San Pío V, el Papa que enfrentó al Protestantismo y al Islam
Los objetivos del pontificado de San Pío V fueron, sin duda, la defensa de la fe contra la Revolución Protestante y la respuesta al peligro turco. Así debió enfrentar decididamente al protestantismo, que había hecho grandes progresos en Alemania, Suiza e Inglaterra, y amenazaba apoderarse de Francia y los Países Bajos. En lo que toca a la lucha contra el protestantismo, es evidente que su acceso al trono pontificio levantó un dique de contención al avance aparentemente invicto de los novadores en el centro y norte de Europa, particularmente en los Países Bajos, Francia e Italia. A los príncipes indecisos, los exhortó a definirse de una vez, volviendo plenamente al seno de la Iglesia, a promover en sus países la reforma católica, y a luchar con todos los medios a su alcance contra la herejía protestante. La acción del Papa Santo confirmaba Extra Ecclesia nulla salus, que significa: "Fuera de la Iglesia no hay salvación" (según la fórmula establecida por la Bula Unam Sanctam del Papa Bonifacio VIII, año 1302).
Con respecto a la lucha contra el Islam, que acosaba peligrosamente a la Cristiandad el Papa Pío V desarrolló su política más exitosa, ya que logró volcar a una parte importante de la Cristiandad en la campaña contra los turcos. Los musulmanes, envalentonados con las grandes victorias de Solimán el Magnífico bajo el reinado de su hijo, Selim III, se habían propuesto conquistar la isla de Chipre, para invadir después a Italia, con la intención manifiesta de llegar hasta la misma Roma. Ante ese peligro, el Papa logró constituir "la Santa Liga", formada por Venecia, España y la Santa Sede. Una flota se formó para enfrentar a la Armada turca.
El novelista alemán Louis de Wohl[1] narra el momento en que conformada la flota los príncipes y reyes no lograban acuerdo para nombrar el comandante para enfrentar al Islam. San Pío V no podía entender que los príncipes cristianos tuvieran rencillas internas cuando la Cristiandad estaba en jaque. El Santo Pontífice pensaba que cada uno se preocupaba por la grandeza de sus propios países; que habían perdido el espíritu de las cruzadas, el espíritu del propio sacrificio.
“¡Señor, Señor! ¡Habrá que ver de qué forma discutían entre ellos acerca del que ha de ser el jefe supremo de una Liga en servicio tuyo! Bastaba con que una parte se inclinara por uno para que los demás se opusieran. Y cuando fue sugerido el nombre de un «neutral» todos se opusieron, como si les fuera a arrebatar la gloria para su propio país.
Como si algún jefe cristiano pudiera permanecer neutral cuando la causa de Cristo está en juego.(…) Y aquí está un anciano, ya cerca del final de su vida, un sacerdote al servicio del Príncipe de la Paz, que tiene que ponerse a hablar de cañones y de barcos y de tropas, que tiene que intentar movilizar ejércitos y naves para sacarlos de su estéril inactividad y que defiendan Su causa”.
El anciano Papa tenía que resolver esta cuestión para que la flota enfrentara al enemigo de la fe cristiana. Oraba y repetía con las palabras del Salmo 129: «De lo profundo te invoco, Dios mío. Escucha mi voz, Señor...». Pedía incesantemente al Señor con el salmista «Dame a conocer el camino por donde he de ir...».
Era el mes de noviembre de 1570 el Papa Santo “celebró la Misa como de costumbre, completamente sereno, leyendo el misal despacio. (...) Pío V participó de la Carne y de la Sangre de Cristo, deseando, como todo el mundo, que las oraciones de los grandes santos le ayudaran a ser menos indigno.
Al final, el Papa leyó en el misal el comienzo del Evangelio de San Juan: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios; y el Verbo era Dios. Estaba al principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de Él y sin Él nada fue hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la oscuridad; las tinieblas no la aceptaron. Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan...».
El Papa se detuvo en estas palabras.
Los prelados se le quedaron mirando, no porque se había detenido, sino porque la última frase fue pronunciada en un tono totalmente distinto, con una voz diferente, profunda y vibrante, casi como una campana. El anciano temblaba todo él, pero su rostro estaba radiante. (…)
—«Hubo un hombre enviado por Dios —dijo el Papa—, cuyo nombre era Juan...».
—Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan —repitió por tercera vez, pero ya con su voz normal”.
Cuando terminó de celebrar la Santa Misa reunió a la Asamblea: —Eminencias —dijo el Papa—Excelencias. El comandante supremo de la flota de la Liga Santa será don Juan de Austria. Seguro de que Dios había dictado el nombre del joven y valiente español para desempeñar esta misión providencial.
Una flota quedó así bajo el mando de don Juan de Austria, quien el 7 de octubre de 1571 hizo frente a la armada turca en el golfo de Lepanto. Sobre la proa de la nave almirante, con un crucifijo en las manos, don Juan en persona dirigió la acción. La flota enemiga fue incendiada o cautivada. A bordo de un navío de los vencedores se encontraba un soldado herido, con el brazo dislocado. Era Miguel de Cervantes, quien cantaba con sus compañeros el Te Deum de la victoria. El triunfo fue resonante, dejando sumamente herido al poder musulmán.
Otro milagro sucedió aquel día. La Batalla se desarrollaba en el Mar Jónico. El Papa estaba en Roma ese día 7 de octubre de 1571, de pronto, se levantó de su silla, se dirigió a la ventana y se quedó mirando al cielo como escuchando algo. Cuando se volvió exclamó: —Hoy no es día de dedicarse a resolver cuestiones de gobierno —dijo.  Lo que tenemos que hacer es dar gracias a Dios por nuestra victoria sobre los turcos.
Enseguida, después de alabar a Dios dirigió su mirada a la Santísima Virgen quien desde la pintura hecha por Fra Angélico lo miraba. —Auxilium christianorum —murmuró— Ruega por nosotros auxilio de los cristianos.
Eran las 2 de la tarde, la hora precisa en que allá lejos en las aguas del Golfo de Lepanto la flota de la Liga había derrotado a la poderosísima armada turca. De allí nació este título de la Santísima Virgen y la fiesta de Nuestra Señora de las Victorias. Dios había utilizado aquel día a un puñado de sus servidores para detener, en el santo nombre de la Cruz, el avance de la Media Luna.


[1] Louis de Wohl. El último cruzado; La vida de Don Juan de Austria. Madrid, Palabra, 1984, p. 383-387, 455.

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